Si apuntara las conversaciones que tengo conmigo misma, seguro me da para escribir un par de libros. Desde mejores desenlaces a peleas del pasado (nunca se piensa una mejor respuesta a un insulto, que horas después), fantasías con personajes ficticios (también yo he ido a Hogwarts), hasta recuerdos con gente que ya no está (como cuando le cuento a mi mamá alguna tontera). Pero nunca como lo que me digo a mí misma enfrente del espejo.
Pocas personas nos tratan tan mal como nos hablamos a nosotros mismos. No hay negrero más despiadado. Ni inquisidor más sádico. Nos conocemos todas las llagas que aún no han sanado, nos hablamos en todas las voces que nos quitan el sueño, nos empujamos a todos los precipicios que nos despedazan.
La única manera de no dejarse manejar por el enemigo que se lleva dentro es utilizarlo a él. ¿Nos decimos que lo que hacemos no está bien? Pues nos demostramos que sí. ¿Nos vemos deficientes al espejo? Pues nos sonreímos y enfocamos en lo bonito. Ese mounstro obsesivo que nos arrastra, puede ser el motor que nos impulsa. Ese agente exigente al que nunca le parece suficiente nada, es el que nos guía a la excelencia.
Todos llevamos las semillas de nuestra propia inconformidad dentro. Depende de nosotros mismos la forma que le demos al árbol que nazca de ellas. Para mientras que aprendo a podar el mío, mejor paso rápido y sin fijarme mucho al espejo. Ya sé qué me voy a decir a mí misma. Y no es siempre bueno.