Mis hijos me abrazan cuando quieren sentirse seguros. Recuerdo muy bien esa sensación, yo sentada sobre mi mamá en el sillón de bordar. No es de una infancia remota el recuerdo. Lo seguí haciendo bastante entrada en años, apoyando la mayor parte del peso de mi cuerpo en los brazos del dichoso sillón.
Supongo que necesitamos un lugar seguro en dónde refugiarnos de la vida de vez en cuando. Una iglesia, un rito, una cama. Unos brazos. Los ojos de alguien que nos puede ver y decirnos que «todo va a estar bien» aunque no tenga ni la más peregrina idea de cómo sea eso. Aunque nos mientan.
Es imposible tener garantizado nada en la vida. Hasta el amor se escapa a veces por la ventana y no hay forma de predecirlo. Las palabras de aliento se las lleva el viento. Los brazos se voltean hacia otro lado. Y uno se queda solo. No siempre. Pero sí a veces. Y allí toca pararse al espejo, verse a los ojos y decirse que «todo va a estar bien». Y más vale que uno se lo crea, porque es muy difícil seguir sin esa esperanza.
Cuando mis hijos me piden que los haga sentir seguros con un abrazo, me siento segura yo también. Porque si se los puedo decir a ellos, me los puedo decir a mí misma.