Perder el control

Estoy pintando de colores bonitos unos escritorios baratieris de melanina blanca. El azul con celeste para el niño y el lila con morado para la niña. No me están quedando perfectos, pero me están gustando. Viene la niña y me quiere ayudar. Y yo le digo, de primer impulso, que no.

Vivir con más gente se supone que hace más eficiente cualquier proceso. En un mundo ideal, cada uno se dedicaría a lo que mejor le sale y así todos se benefician. Por ejemplo: hablando mi marido y yo igual de bien el alemán, la que le habla en inglés a los niños soy yo, porque lo hago mejor que él (lo hace muy correcto, pero con un acento a lo Schwarzeneger que recuerda los mejores momentos del Governator). Pero eso es en un mundo ideal.

En la realidad, cada quien hace lo que se le da la gana y delegar sale a veces como tiro por la culata. Peor si se tiene una idea fija de cómo quiere uno que salgan las cosas. Vivir así es cansado. Tanto para el que se echa toda la responsabilidad de todo a tuto, como para el que no lo dejan ayudar.

Dejarse ir, confiar en la gente que lo rodea a uno, delegar. Todo eso me aterra. Pero entiendo que si quiero que los peques hagan sus cosas solos, irónicamente me tengo que dejar que me ayuden.

Las partes que pintó la niña efectivamente quedaron sheretas. Pero fue feliz y tiene el orgullo de haber hecho parte de su escritorio. Y, he de confesar, terminé más rápido.

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