Poner un Clasificado

Estando soltera, me disparé una lista como de súper de las cosas que quería en un hombre. Algo así como poner un clasificado para un puesto. Claro que mi mamá se rió de mí. Lástima que no la escribí en ese momento, porque todo lo que puse, eso es con lo que me duermo y despierto. No creo que sea cuestión de suerte, sino de traer a la mente en lo que uno tiene qué fijarse. Es como cuando uno se compra un carro de un color particular y, como por arte de magia, ya sólo mira los carros del mismo tono.

Tener las reglas claras desde un principio es una de las habilidades más útiles que se pueden adquirir. Generalmente, todas las relaciones comienzan bien (las de cualquier tipo, incluyendo las laborales). ¿Por qué? Tal vez porque sólo nos estamos enfocando en buscar cualidades que queremos y no nos proyectamos en el tiempo para establecer cómo vamos a lidiar con las adversidades. El problema es que no queremos ofender al otro, soltándole una fórmula para resolver conflictos en la primera cita. Obvio que no se trata de entrar con la espada desenvainada, así es más probable que terminemos poniéndole reglas sólo al gato (o los gatos) con los que vivamos en recluimiento. Pero es justo para todas las partes dejar claro en qué momento de nuestras vidas estamos. Si entramos a trabajar a un lugar sin averiguar cuáles son nuestras funciones y cómo nos mira la compañía en los siguientes 5 años, nos condena a pasar en el mismo puesto, con atribuciones nebulosas y sin un camino claro que sólo genera descontento.

Creo que lo mismo aplica para las relaciones personales. Saber qué se quiere y qué no se tolera, a dónde vamos con una persona en particular (que puede ser sólo a la cama o a comprar casa juntos, no importa) y compartir esas expectativas, sirve como una póliza de seguro contra corazones rotos. Por supuesto las interacciones entre humanos son plásticas y hay cambios constantes, pero yo creo que no nos mueven mucho de nuestra base principal. A mí me va a molestar siempre que dejen la tapa del inodoro levantada. Siempre. También siempre voy a querer un beso de buenos días. Siempre.

Así que, mi lista de necesidades la hubiera podido publicar en los anuncios de «personales». O no. Pero sí fue bueno que la hiciera.

El Final del Día


Que caiga el sol sobre mi cama llena de gente, dos escuchando y uno leyendo y yo tomando fotos de tres espaldas juntas, borra tráficos, carreras, regaños, enojos. O, mejor, no los borra, les da sentido.

Abrir las puertas de mi casa a amigos que quieren compartirse conmigo, me da una dimensión de lo que he ganado aprendiendo a ser empática.

Servir un vino en dos copas, o cuatro, o diez y comer rico y reír, le da vida a los muebles y demás cosas inertes.

Escuchar mi propio humor ácido salir de una boca de siete años me enseña un futuro lleno de bromas compartidas.

Recibir las fantasías marcianas descritas en un vocabulario mezclado de casi cinco años me recuerda mis propios cuentos.

Ver que mi vida está llena de todas las cosas que no se pueden comprar, sentir cómo se ablanda y agranda mi corazón y que no me alcanzan las palabras para agradecer en dónde y con quién estoy parada. Nunca había querido seguir viva tanto como ahora.

En Boca Cerrada

Dicen que en el transcurso de un día, nos tragamos cualquier cantidad de bichos, sobre todo cuando dormimos. Es de esos pequeños detalles descubiertos por la ciencia moderna, que hubiera podido ahorrarme conocer. O sea,  a falta de dormir con una máscara, prefiero ignorar ese dato. Cosa que también puede aplicar a la falta de filtros al hablar. A veces es más dañino para nuestra salud una palabra mal dada que una pequeña cucaracha perdida.

Lo que no es aceptable mantener cerrado es la mente. Está muy bien tener valores firmes, pero atrincherarse detrás de una visión cerrada del mundo, sólo hace que se nos atrofien las neuronas. La genialidad no está en poder producir contraargumentos, sino en considerar dos cosas contrarias, ver el valor que hay en cada una y aceptar cuando la otra postura tiene razón. ¿O qué? ¿Tan seguros estamos de nuestra infabilidad que preferimos ni siquiera escuchar una discusión amable entre amigos que opinan diferente que nosotros?

Darse un paseo por redes sociales es contemplar un paisaje variado de personas que van del extremo del hermetismo, hasta la veleidad de cambios abruptos de personalidad. Y está bien. No vamos a crear el nuevo tratado de filosofía moderna a partir de chatuiteos de quinimil menciones. Por lo mismo, tampoco podemos exigir profundidad en 140 caracteres. Pero sí tenemos la obligación de aprender de los demás, no importa qué tan distantes estén de nuestra forma de pensar. Digo «obligación», pero es más una sugerencia para aventurarse en un camino diferente.

No permitir que entren ideas distintas a nuestro cerebro, es, hasta cierto punto, admitir que nuestros argumentos tienen alguna falla. La verdad absoluta existe fuera de nosotros y cada uno tenemos una parte. ¿Por qué no descubrir los pedazos que nos hacen falta? Por lo menos podemos tratar de encontrarlos. Y tal vez si nos inventamos una malla para la boca, dormimos más tranquilos.

El Cargo de Conciencia

Hay momentos de mi día que me da pena que alguien sepa que existen. Me parecen casi vergonzosos y no se los cuento a nadie. Los disfruto como un vicioso que debe esconderse para llenar su cuota, como el infiel que busca a su amante, como el niño que se come un dulce robado. Esos cinco minutos extra que paso bajo la ducha, porque está rica. Los 30 minutos que tomo a media mañana para meditar (y hacer una siesta). Una ida de perdida al salón. El masaje de la semana que me pide a gritos el cuerpo agotado por tanto ejercicio. Cualquier momento que me lo dedique a mí, para hacerme algo o no hacer nada, siento que se lo estoy robando a alguien. Tal vez es consecuencia de diez años de un trabajo extremadamente demandante. O simplemente se debe a algún sentido pervertido del deber.

De alguna forma, he equiparado el volverme «adulta» con olvidarme que yo también debo preocuparme de mí misma. Tal vez es consecuencia de lo que hago todos los días, en los que me siento responsable de dos niños, tres gatos, un hámster, una casa y un marido (que dice que tiene 8 años, cumplidos varias veces). Mi vida se puede resumir en que tomo decisiones y no hay una forma concreta de medir mi productividad, porque nadie me da un sueldo por hacerlo. Y, a falta de convertirme en una Martha Stewart a la Tortrix, tampoco es que esté forrando mis propios muebles, ni cultivando mis propias hortalizas de forma orgánica, ni haciéndole la ropa a mis hijos… ¿Cómo medir el resultado de lo que hago todos los días?

No sé. Sí estoy segura que, cuando me dedico un poco de tiempo para mí, hago todo el resto de cosas de mejor modo. Y tal vez allí está la justificación que mi consciencia necesita.

El Camino de las Palabras

Generalmente, no doy mi opinión en redes sociales. Tampoco en grupos de conversación. No es que no la tenga, ¡vaya si no las tengo! Pero me pasa frecuentemente que, por lo segura de mí misma, o engreída si lo prefieren, digo lo que pienso de forma tan contundente que dejo poco espacio para que alguien más me comparta lo suyo. Y como no siempre expreso todo lo todo que tengo en la mente, sino que doy la versión abreviada de mi proceso mental, suelo meter la pata. Unan eso con que yo necesito hablar para pensar y se podrán dar una buena idea de por qué me amordazo en situaciones cotidianas.

Vivimos en una época en la que todos tienen una opinión y un estrado desde el cuál emitirla, para eso existen los medios masivos Tuiter, FB, los blogs… Pero nuestra tolerancia y empatía hacia los demás no ha crecido con estas plataformas, al contrario, cada vez paracemos más delicadas flores de invernadero a las que el más mínimo cambio de clima las marchita. Tenemos todo el respeto y consideración por nuestras propias intenciones, pero ¡ay de aquél que diga una palabra ligeramente negativa! Cero tolerancia para ideas que no se alinien con las nuestras.

Imposible construir buena voluntad en una sociedad en la que nadie está dispuesto a darle el beneficio de la duda al vecino. Todos tenemos puntos de vista que son válidos para nosotros, pues nacen de nuestras propias circunstancias. Puede que estén errados, pues no se tiene siempre toda la información. Pero el camino para compartir hechos que otros desconocen no es con el mazo del trolleo. Mientras más atacamos, más se defienden. No es así como se dialoga, hasta donde yo me acuerdo.

Vigilar lo que uno dice es parte de vivir en sociedad, porque no se puede ir por la vida hablando sin filtros. Pero tampoco se puede subsistir caminando como una llaga abierta a la que todo le lastima.

De mi parte, sabiendo que meto la pata a cada rato, seguiré procurando mantener mis votos de silencio.

Exponerse vs. Esconderse

En la casa dejamos de comprar periódicos hace algunos años. Nunca veo canales de noticias (salvo cuando sale mi marido). Soy trágicamente ignorante de los nombres de los que ocupan cargos públicos. Acepto que hay mucho de la «realidad» que hago a un lado. Es el mismo mecanismo de defensa que no me permite ver películas de terror. No me gusta alimentarme de cosas negativas.

Pero tampoco vivo con la cabeza entre la arena. Sé bien qué puede pasar fuera de las paredes de mi casa. No ignoro los peligros a los que se exponen mis hijos todos los días, ni lo jodido que está nuestro país. Mi burbuja es transparente y trato de ensancharla lo más posible.

Cuando se habla de alguien que vive «fuera de la realidad» generalmente se llama la atención hacia una falta de conocimiento de lo malo a su alrededor. Pero, sólo fijarse en lo malo y nunca en lo bueno, también es una especie de negación. El mundo está administrado por seres humanos, fallidos y llenos de defectos, pero también de virtudes. Negar que dentro de nosotros habitan mounstros que mantenemos enjaulados nos hace avergonzarnos de nuestros pensamientos oscuros. No reconocer que junto a lo malo, también estamos llenos de potenciales maravillosos que iluminan a la humanidad, es sumirnos en la depresión.

Yo elijo alimentarme de lo que me recuerda por qué pertenecer a la raza humana es un privilegio. No dejo de recordar que entre esa raza hay algunos que parecen mutantes y que somos nuestros propios depredadores. Pero no necesito de un periódico para hacerlo.

Otra Vez

Hay elementos diferentes en algo que siempre es igual: una iglesia, un comedor, un jardín, el escenario cambia. El sentimiento no. Esa angustia combinada con cólera que me optime entre la garganta y el estómago. Esa impotencia de sentir que regreso a una tortura de la que ya me había liberado. Pienso: «¡Pero si yo ya no estaba aquí!» Y mi lógica dormida trata de enderezar los hechos torcidos de mi subconsciente. Vuelvo a estar con alguien más. ¡Tantos años de esfuerzo por salirme y vuelvo a estar con alguien más! Quiero llorar, pero no sé si salen las lágrimas con los ojos cerrados. Quiero correr y mis pies se arrastran. Quiero pegarle a alguien, gritar, luchar y sólo hay gente extraña. ¿Por qué me persigue esta angustia que sólo aparece cuando estoy dormida?

Tal vez es porque todavía no me creo que mi vida sea feliz. Y pienso que lo pasa cuando estoy despierta es un sueño. Y tengo que regresar a vivir en la «realidad». Desgracia de mente que no acepta las cosas buenas sin querer compensarlas.

Despierto con la tristeza entre los ojos. Casi no quiero abrirlos, por si es cierto lo que soñé. Y me envuelve tu olor. Y es tu calor el que me abraza. Y eres tú quien me saluda. El universo está en pie y yo soy libre.

¿Para Quién?

Los sábados me arreglo menos de lo usual (que es mínimo en el mejor de los casos). Cuando hace calor es peor aún, porque saco shorts que ya no tengo la edad de ponerme en la ciudad. «Estoy en mi casa», es mi excusa. Y resulta que un sábado cercano, salimos a comprar un helado al bendito autoservicio y me tuve que bajar en las fachas más tristes con las que he salido de mi casa. No me topé a nadie conocido, menos mal, pero eso no me quita el malestar.

La época esa de pasar horas probándose uno «outfits» para salir a la tienda de la esquina se vive bien con toda la angustia de la adolescencia. Nada peor que navegar esa fina línea entre encajar y estar a la moda, pero no estar igual a todos los demás, que se fijen en uno, pero no demasiado, en sacar cosas nuevas, pero no muy diferentes. Es una especie de tortura psicológica. De algo tienen que comer los profesionales de la salud mental. Luego viene la época de arreglarse para un trabajo. Aunque uno no lo crea, todas las ocupaciones tienen una especie de uniforme que las distingue. No tienen idea de la inversión en trajes sastres negros que tengo colgada de mi clóset. Es un disfraz, una especie de escudo con que uno se «enviste» para poder jugar el papel que le corresponde. Luego pasan los años y resulta que también cada década tiene su vestimenta. Que si las faldas muy cortas, o el pelo muy largo, o los colores muy claros, o los zapatos muy llamativos, ya no se miran bien a «cierta edad».

Total que está uno jodido, navegando entre reglas no escritas de comportamiento que ni siquiera son constantes, sino plásticas. Porque no es lo mismo ponerse uno ropa juvenil cuando se está menos cuidada que la vecina. Y pocas veces nos detenemos a pensar ¿para quién demonios hacemos todo eso? Porque puedo apostar que los botox, implantes, colágenos, ácidos, fajas, maquillaje, tintes, alisados, colochos, tacones y cuanta vaina más, incómoda, dolorosa y cara, NO es siempre para nosotras mismas.

Soy tan vanidosa, o más, que cualquier otra persona, pero también tengo la ventaja de sentirme lo suficientemente cómoda en mi propio pellejo como para mandar al carajo muchas convenciones sociales que me parecen estúpidas. Tengo muy claro que me visto para mí misma, que tengo la suerte que así le gusto, y mucho, a mi marido y, que la próxima vez que salga sin planes de bajarme del carro, mejor no me voy en shorts.

Si Yo Les Contara

Dentro de mi cabeza, muchas veces, llevo varias conversaciones a la vez. Normal. Creo. No me da tiempo de decir todo lo que pienso. Generalmente, tengo una imagen mental de lo que quiero decir y, como no puedo pasar la foto de lo que estoy pensando, me trabo cuando hablo. Ni modo.

Las palabras se pueden quedar cortas para comunicarnos. Eso lo miro marcadamente con mis hijos, que tienen todas las ideas del mundo, pero todavía no tienen el vocabulario para transmitirlas. Parte de hacer propio el mundo es poder describirlo y eso sólo se logra con la palabra adecuada. Se puede descubrir mucho de la riqueza de una cultura, viendo su lenguaje y por dónde se desarrollan palabras nuevas. No es de extrañar que tengamos que traducir mal conceptos como «empoderamiento» (detesto esa palabra, suena a insulto vulgar y pornográfico, pero no hay otra), o poner «tuitear». Nuestro idioma no se caracteriza precisamente por ser técnico, o ir a la vanguardia de los inventos científicos. ¿Será porque no desarrollamos nuevas cosas en nuestros países?

Es indispensable tener una forma de transmitir lo que habita entre nuestras orejas. De nada nos sirve que quede guardado como una idea. Tal vez necesitemos inventarnos el concepto lingüístico, junto con el invento mismo y mandar a la porra a la Real Academia.

Mientras tanto, yo me seguiré trabando al hablar. Ustedes ténganme paciencia.

Dejar de Ser Niño

La vida de mis hijos está regimentada: se levantan a la misma hora, desayunan siempre en el mismo lugar, almuerzan cuando regresan del colegio, saben qué hacemos de lunes a viernes por las tardes, la cama los espera siempre igual. Tienen la expectativa de ropa limpia, comida, casa, gatos y papás. También están sujetos a creer lo que les decimos, vivir según nuestro mejor entendimiento y renunciar a muchas discusiones.

Así es el asunto mientras se va uno formando sus propios criterios y ganando su propia experiencia (y dinero con qué mantenerla). La ilusión más buscada por el ser humano es la libertad, pero rara vez está dispuesto a pagar el precio que tiene: la responsabilidad. Si no tengo a nadie a quién echarle la culpa de mis actos, tengo que asumir que soy un mal capitán de mi barco porque fui yo mismo quien tomó las decisiones que me llevaron a donde estoy. Ser adulto y no querer cargar con la propia vida es pretender vivir en un limbo en el que, ni quiero que me digan qué hacer, pero quiero que alguien más pague lo que rompo.

Hay muchas, demasiadas, cosas sobre las que no tenemos injerencia. Ni siquiera tenemos poder de decisión sobre nuestra composición genética: así nos tocó la lotería. Pero tenemos toda la obligación de agarrar nuestros tiliches (reales, físicos, mentales y emocionales) y ver qué demonios hacemos con ellos. Todos tenemos historias de traumas personales suficientes como para darles de comer a generaciones enteras de psicólogos y/o psiquiatras. Pero no podemos usarlas de excusa para ser menos de lo que podemos. Un papá infiel no nos da permiso para quemar rancho. Una mamá manipuladora no nos da licencia para ser Maquiavelo. Tener una adolescencia difícil no quiere decir no querernos a nosotros mismos.

Ser niño sin responsabilidades es bonito mientras dura. En lo personal, prefiero encargarme de mis propias cosas, organizar mi vida y tener lo que puedo procurarme, a estar sujeta a lo que otra persona, entidad, o gobierno me quiera dar. Yo ya no soy niña, por mucho que a veces moleste como una.