Salgo a correr porque no quiero nadar porque está fría el agua y yo son culeca. Y qué. Ya suficientes incomodidades le hago pasar a mi cuerpo con los entrenamientos, como para encima de eso hacerlo entrar en estado de shock cuando me tiro al agua helada de la piscina que no tenía calentador. Y ahora corro. Despacio. Poco. Pero corro.
Cuando voy por menos de la mitad del camino, comienzo a pensar «¿Por qué jodidos es que estoy corriendo? Ya estoy cansada.» Y sigo. Cuando voy por la mitad, digo: «Ya, ya llegué a la mitad. Ya podría parar.» Y sigo. Paso por el punto que yo creo que son las dos terceras partes y otra vez: «Estoy harta de esto. No entiendo qué hago aquí. Quiero terminar.» Y llego corriendo hasta el final del recorrido.
Eso lo hago sola. Hoy corrí acompañada y fui a mejor paso porque mi amiga corre de verdad. Morí. Me faltaba la respiración, se me agradaron las piernas, iba llorando por dentro, pero seguí. Hasta que ya no pude más y pedí caminar un poco. Y está bien. No estaba a mi mismo paso de tortuga, me estaba forzando y me cansé. Pero no paré. Caminamos un pedacito y terminamos corriendo.
Quisiera poder hacer eso a veces con mi vida. Pedir una pausa, caminar un poco, agarrar un enésimo aire. Y seguir. Porque hay que terminar el recorrido y llegar bien y forzarse. El cuerpo y la vida no están hechos para desfallecer. Igual todos vamos a llegar a la misma meta, sólo que sí hace una enorme diferencia cómo.