Dejar ir lo malo

Hace nueve años, heredé la casa de mis papás. La razón es obvia, triste, prematura y todavía preferiría vivir en el apartamento que teníamos, si fuera a cambio de tener aquí a mis viejos. Pero la cosa no funciona así y resultamos con una casa que casi me doblaba la edad, construida por mi padre (ingeniero civil) para su vida con otra familia antes que la  nuestra (6 hijas. 6. Hijas.) Decidimos remodelar la casa con nuestros ahorros y, como lamentablemente pasa seguido, nos esquilmaron, dejaron las cosas a medias y nuestras cuentas vacías. Y con un niño de tres meses. Y con una niña que vino dos años y nueve meses después. Y sin trabajar yo. Y con cambios de trabajo Mario.

Cada vez que entraba a la casa y miraba las paredes agrietadas, el repello mal puesto, los gabinetes de cocina pandeados, me daba cólera. Cada vez que pasaba sobre el mardito piso de piedra del garage en donde se me doblan los pies con el menor de los tacones, me daba cólera. Cada vez que se zafaba un tomacorriente por estar mal puesto, me daba cólera.

Y así se fue sentando ese sentimiento en el teatro de mi cerebro, hasta tener un balcón privado propio, desde el que teñía muchas de mis lindas experiencias en la casa. Y, ¿lo peor del asunto? Me acostumbré a vivir con ella.

Nos gustan las cosas familiares, por malas y nocivas que sean. Así es que aguantamos trabajos opresivos, relaciones abusivas, sentimientos carcomientes. Rascamos la herida para que vuelva a sangrar, porque así sentimos de nuevo algo que conocemos. Y no nos damos cuenta que nada externo es dueño de lo que nos habita, que somos nosotros los que lo consentimos, alimentamos, agrandamos. Ir por la vida con el corazón abierto para sacar todo lo malo es llevarlo expuesto, si, pero también es llevarlo liviano. Los dioses egipcios eso era lo que pesaban.

Hoy, gracias a Dios, ya estamos arreglándolo todo. Todo. No tengo cocina, no tengo sala, tengo polvo, gente extraña y, pronto, un segundo piso, acceso fácil al jardín y la casa a mi estilo. La cólera quiere quedarse y me está costando dejarla ir, al final, han sido casi diez años de compañía. Pero ya estoy desalojándola y creo que con escribir esto le estoy dando la última patada. Lo hubiera podido hacer antes.

La altura es importante

No es lo mismo hablar cara a cara que desde alturas diferentes. No importa el dicho pícaro de «qué importa si se juntan los ombligos», deja de ser simpático cuando se acentúa una relación de poder. Así como cuando uno es niño y mira un gigante que lo lleva, trae, viste, alimenta a uno. Y peor si se acerca para regañar.

Las personas le ponemos valor a cosas que realmente no lo tienen: el dinero, un título, belleza externa… Nada de eso nos da verdadera estatura, pero nos mareamos de todas formas. No aprender a ver a la gente a nuestro alrededor como iguales, nos disminuye en nuestra humanidad, nos empobrece, nos afea.

Para hablar con alguien más pequeño, lo primero que tenemos que hacer es verlo a los ojos, horizontalmente. Ya sea que nosotros nos agachemos, o que subamos al otro, lo mejor es encontrar la línea recta, sólo así nos entendemos.

Y sí, cuando quiero imponerme (que también toca, hay situaciones que no son discutibles como reglas de seguridad, horario de dormir…) me paro y miro a mis hijos hacia abajo. Pero rara vez he aprendido algo de ellos así. En el momento en que necesitan contarme algo, me siento, me acuesto con ellos, me hinco, los subo a la mesa… Ellos son mis iguales y sus problemas tienen la misma importancia que los míos.

Contar conmigo

Para obligarme a seguir adelante.

Para no dejarme vencer por la hueva.

Para multiplicar el cariño que a veces me escasea.

Para aventurarme a probar cosas nuevas.

Para tenerle poca paciencia a mis berrinches.

Para aprender a quererme.

¡Feliz Año Nuevo de mí para mí!

Paren el mundo, me duele la cabeza

No hay cosa tan intangiblemente trágica como un dolor de cabeza. O sea, no hay sangre, huesos rotos, moretes, ni nada a lo que se pueda apuntar. Pero existe. Como el que tengo ahorita que me cierra medio ojo, me baja siete decibeles la voz y me quita el resto de dulzura que me queda.

Y quiero que pare el mundo, que mis hijos se vuelvan adultos serios y callados y mi marido me consienta cual geisha masculino. Sí pues. Resulta que sigo siendo mamá de dos niños pequeños que requieren mi atención, que tengo cosas qué hacer y que no me puedo quedar tirada en la cama, con una toalla húmeda sobre la frente.

Y no está del todo mal. Mi papá decía que el dolor está en la mente y que uno simplemente no le tiene qué hacer caso. Nunca palabras más ciertas. Porque los receptores nerviosos estarán en la piel, pero son las neuronas las que le dicen a uno que algo dolió. Lo más simpático es que no existen receptores EN la cabeza y que el dolor que sentimos todavía no se explica a ciencia cierta.

Yo no puedo dejar tirada mi vida por un simple dolor. Mejor dicho, puedo, pero qué hueva. Lo que sí es que puedo sacar un poquito de cariñitos extras.

Dos verdades opuestas

Me encanta el orden. Ver estanterías de cosas agrupadas en algún sentido, ya sea por tamaño, o color, o forma, o sabor, lo que sea, me llena de satisfacción. Pero no me desvivo por ponerme a ordenar yo, creo que viviría amargada.

Por el otro lado, me encanta el caos creativo, ese en donde germinan las ideas sin una estructura aparente y de donde salen genialidades cuál Venus de la concha. Pero no puedo vivir en ese modo perennemente, no lograría hacer nada.

La dualidad en la vida, esa que nos hala entre dos extremos, no es difícil cuando es entre algo bueno y algo malo. La cosa se complica cuando es entre dos cosas igualmente buenas. Como dice Roy H. Williams, ¿están en una reunión aburrida? Pregunten qué es más importante, si la justicia o la compasión y siéntense cómodamente con un guacal de poporopos a disfrutar del espectáculo.

La vida nos pone a elegir entre caminos iguales, en direcciones opuestas. Ambos destinos son buenos, pero irreconciliables entre sí. El verdadero genio toma uno y erige puentes que lo comunican con el otro, de acuerdo a la circunstancia.

Yo he aprendido a que, los momentos de inspiración caótica sólo me son posibles si estoy en un ambiente ordenado. Ahora, no me vayan a preguntae si prefiero la compasión a la justicia.

Compartir el baño

Entrar al baño y mojarme los pies es una de esas cosas tontas que me amargan la vida. Agreguémosle a eso ver ropa sucia tirada al LADO de la canasta designada para servir de receptáculo, precisamente, de ropa sucia. Llegar al lavamanos y ver pasta regada. Y es que, durante los últimos diez años, mi baño ha sido tipo time-share, primero con un hombre (que por muy grandote no necesariamente es del todo adulto) y luego con dos niños que creen que el baño no fue bueno si no dejaron una piscina detrás.

Vivir en familia y, por extensión, en sociedad, es aprender a compartir con espacios comunes, con la mayor cordialidad y respeto posible. Por eso no empujamos a la gente cuando se suben a un elevador, respetamos las señales de tránsito, tenemos en cuenta a los más pequeños… ¿Verdad? El resultado de no ver más allá de nuestras narices es no poder salir a la calle sin temer que nos choquen, ver cómo los recursos naturales se contaminan y cómo nuestros gobiernos, que son tan sólo un reflejo de nosotros mismos, nos dejan en paños menores.

Es un eterno estira y encoge entre hacer lo que uno quiere y no atropellar a los demás. A las personas que podemos moldear hasta cierto punto la conducta de gente en vías de desarrollo, nos toca dejar en claro cuáles son los límites de la convivencia, aún cuando eso implica entrar cual supervisora de la limpieza tras una visita al baño y pedirle al usuario que recoja, limpie y guarde. Cada vez, todas las veces.

Y, fijarme si está mojado el piso.

La única persona en el universo

Me encanta despertarme antes que el resto de mi casa. Es el momento en el que nadie requiere de mi atención. Puedo ir al baño sin una mano pequeña abriendo la puerta. Puedo acomodarme con mis gatos sin que alguien más los agarre. Puedo leer sin interrupciones. Es un remanso de paz. O el ojo del huracán.

Los momentos de silencio exterior nos obligan a platicar con nosotros mismos. Nuestra mente lleva un diálogo permanente con ese inquilino oculto que se llama subconsciente, lo escuchemos o no. Estar callados, quietos y en calma, nos permite ser actores con parlamento en esas escenas.

Dentro de nuesto cerebro está nuestra última y verdadera intimidad. Podemos intentar transmitir lo que pensamos, pero no pasa de ser una traducción. No podemos meter a nadie en nuestra cabeza y es por eso que cada uno de nosotros es, en cierto sentido, la única persona del universo.

Si no aprovechamos, o nos hacemos, espacios de tranquilidad y silencio en dónde sacar a la luz nuestras propias motivaciones, si no nos conocemos a nosotros mismos o, aún peor, si no nos caemos bien, resultamos completamente solos, no importa cuánta gente nos rodee. Pero si llegamos a estar cómodos con nuestra soledad interior, las relaciones con los demás verdaderamente nos alimentan.

Yo, estando sola, me preparo para recibir con gusto todo lo que no me puedo dar amí misma. Y me aguanto las invasiones de espacio personal, aunque no de muy buen modo.

9 años

Es increíble que ayer hubieras cumplido 71 años. No suena a mucho. Para mí, los 80’s marcan la frontera de «ser viejito». Pero no se pudo. Yo sé que sabes en qué va mi vida, que me miras desde donde estás y que no has dejado de preocuparte por mí. Aún así, te voy a contar los puntos sobresalientes, porque todavía me hacen falta nuestras pláticas interminables.

¿Te acuerdas que me casé con Mario? Pues sí resultó ser todo lo que yo quería (con creces). Así como lo conociste, amable, trabajador, responsable, educado, así sigue, sólo que más por los años de pruebas y madurez.

Ya no trabajo de abogada, porque tomamos una decisión ejecutiva para educar a nuestros hijos y, como tú ya no estás, dejarlos con alguien más no era opción.

He parido dos veces y los resultados ya tienen 7 y 5. No puedo dimensionar el nivel de chochencia que tendrías con los dos. La cantidad de vestidos que le harías a la pulga. La consentida con comida que le harías al canche. Yo intenté coserle como tú a Fátima, pero no se me da. Salieron un abrigo, un par de vestidos, pero la máquina y yo no somos amigas y sólo bordo como me enseñaste.

Aprendí a cocinar. Y al menos a mi tribu les gusta lo que les hago. No llegan al nivel de mi papá, que sólo le gustaba que tú le cocinaras. Pero sí les gusta comer en casa.

Estamos remodelando la casa. Te encantaría esa cocina.

Como has visto, hemos tenido años difíciles. Pero hemos salido bien. Gracias por estar pendiente de nosotros.

Te extraño. Pero estoy bien y sé que tú lo sabes. Ya no hay tanta tristeza en tu recuerdo, sólo nostalgia y eso está bien.

Se acaban las palabras

El proceso de autoconocimiento debería ser auto-mático. Al final del día, uno se lleva a uno mismo a todos lados. Pero resulta que el cerebro es ciego para consigo mismo y le es imposible verse. Lo único que queda es cuestionarse profunda y, a veces, dolorosamente por qué hace uno ciertas cosas.

Así, mis temas son recurrentes, porque mis inquietudes salen a la superficie como burbujas y casi todas se parecen. Siento que escribo de lo mismo, muchas veces, sin llegar a agotar ciertos temas que me incomodan, pero no lo puedo evitar. En algunos casos, como sentirme casi paralizada por un sentimiento de culpa por la muerte de mi mamá, sacarlo, que le diera la luz y el aire, mató el tema. En otros, como mi lucha contra mi vanidad, la necesidad de controlar mi temperamento, mis angustias por estar haciendo un buen trabajo como mamá, las ideas salen una y otra vez, porque vivo procesos que crecen conmigo y sólo me toca trabajarlos cada día.

Las palabras no se acaban, sólo cansa a veces tener que regresar a un tema que ya creía terminado. Lo bueno es que tengo de qué seguir escribiendo.

La mejor forma de no chingar

«Una mente desocupada sólo piensa cochinadas», decía mi mamá. Y ¡qué razón tenía! Nunca me atormento con estupideces tanto como cuando dejo que me venza la huevonería. Porque uno siempre tiene el hámster dando vueltas en el cerebro y, sin recibir la alimentación adecuada, busca qué destruir. Así, una llamada se convierte en una provocación, un tuit en un cantineo, un silencio en una afrenta y, hasta el más inocente de los accidentes en algo hecho a propósito para amargarle la vida a uno.

Cuando encontramos algo que nos absorbe, tenemos un pedacito de cielo. Podemos abstraernos de la realidad, darnos un descanso de las preocupaciones diarias y ejercitar neuronas con conexiones felices. Puede ser algo tan sencillo como armar un rompecabezas: es entretenido, reta y al final tiene algo que se puede enseñar.

Mantener la mente ocupada es la mejor manera de ser feliz. Porque nuestro cerebro es un motor con más caballaje que el de un vehículo de F1 y si no lo manejamos con propósito, nos arrastra. Tampoco se trata de tenerlo a 5 por hora, desperdiciado, que es como generalmente pasamos nuestro tiempo libre (o sea, Netflix no ha hecho del «binge-watching» un deporte sin nuestra ayuda).

Si alimentamos nuestra mente con información interesante, la ponemos a trabajar en resolver retos que nos hagan mejores personas y logramos producir algo tangible con nuestro esfuerzo, no dejamos ni un segundo para joder a las personas que tenemos a nuestro alrededor.

A la par de ese dicho, mi mamá me enseño a coser, a cocinar, a pintar, me inculcó una pasión por la lectura y me inició en el amor por los idiomas. Y aún así, chingo. No quiero ni pensar qué pasaría si estuviera desocupada.