La diferencia esencial entre un relato y un cuento es que en el primero no pasa nada. No hay nudo, no hay acción. Se puede relatar tomar un café, ver el cielo, sentir amor. Y no pasa nada. En un cuento, alguien pasa de un estado al otro, hay un desenlace, existe una historia.
En la vida es difícil identificar cuándo se está pasando por un relato y cuándo por un cuento. Las cosas rara vez tienen un desenlace explícito y directo. Alguna vez me dijeron que siempre hay historias, pero nunca tienen fin. Podríamos salir a la calle y ser atropellados, dejando abiertos tantos hilos narrativos como conversaciones hallamos sostenido por última vez. Pero eso sólo es parte de la realidad.
Lo cierto es que uno vive las dos cosas. El cuento, que comienza con el nacimiento y termina con la muerte. Se puede contar perfectamente de forma lineal y que sea tan aburrido o interesante como uno haya sido. O como uno lo pueda narrar.
El relato es todo lo de adentro. Esas voces con las que tenemos conversaciones interminables en nuestras cabezas. Todos los escenarios que nos planteamos con los «y si pasara xx o yy». Todas las ilusiones, los sentimientos, las emociones que nos revuelven los órganos. Todo eso en lo que no pasa nada.
Pero vivimos más adentro que afuera. Por mucho que sólo estemos nosotros y no le pongamos fin.