Tal vez una de las nostalgias más grandes de adulto es no poder volver a creer como cuando éramos niños. ¿Que un señor panzón cruza el mundo en una noche repartiendo juguetes y bajando por chimeneas? Por supuesto. ¿Que si un ratón compra los dientes de leche? A mí me dejo q10. ¿Que si los buenos siempre ganan, se puede vivir felices para siempre y el amor nunca se termina? Pues claro que sí.
Creer, sin reservas ni expectativas es una habilidad que se pierde con el tiempo. La experiencia, esa palabra que sirve para llamar al dolor del desengaño, nos enseña que nada es definitivo, la magia no existe y el final feliz dura un momento.
Pero no podemos existir sin creer. Las relaciones serían imposibles si tan sólo nos atuviéramos a las experiencias. Mejor quedarse en cama y nunca levantarse de allí. Y, aunque ese prospecto en mi estado actual de agotamiento suena glorioso, simplemente no es para eso que estoy viva.
Santa Claus no existe. Pero sí hay días que son regalos. No hay magia, pero sí tardes en una hamaca escuchando reírse a los niños. Y, ciertamente, no hay finales felices. Pero es porque aún no ha llegado el fin.