Nada, que nada

Hace poco regresé a nadar, después de mucho tiempo de no hacerlo. Las primeras veces fueron penosas, apenas me alcanzaba el aire. Ahora ya lo hago con menos sufrimiento. Pero no me sale la famosa «vuelta olímpica». Parece más «rehilete desbocado». Cuando no me volteo antes de tiempo, no llego a tocar la pared (ni el fondo de la piscina) y tengo que hacer el doble de esfuerzo para seguir. Fatal.

Como humanos tenemos una sorprendente resistencia a la adversidad. Seguimos avanzando a pesar de llevar cargas emocionales enormes. Resistimos, seguimos, pasamos. Pero nos cansamos y de vez en cuando necesitamos un impulso, un empujón para renovar fuerzas. A veces esa ayuda viene de una pared en la que nos chocamos y nos da una nueva dirección. A veces viene de tocar el fondo de nuestras fuerzas, agotarnos hasta no dar más.

La vida está llena de pequeños y grandes peligros. Las heridas al alma, esas que nos tienen a veces hecho un colador el corazón, no nos dejan disfrutarnos de lo que está a nuestro alrededor. Se puede tratar de proseguir, medio nadando, medio ahogándonos, pero, tarde o temprano, nos vamos a agotar. Es más sincero con nosotros mismos examinar nuestras carencias, determinar cuáles hay que reparar de inmediato y hacerlo lo antes posible. Aunque eso signifique que hayamos llegado hasta lo más bajo de nuestro estado emotivo. Claro, si no me molesta, ¿cómo voy a saber que lo tengo que cambiar?

A mí me gusta ignorar el dolor. Como cuestión personal, verdaderamente no le doy importancia a un músculo cansado, ni a un golpe, ni a una herida. Ya pasará. Lamentablemente, suelo hacer lo mismo con el dolor sentimental, hasta que se me acumula y estallo. Tal vez sería más fácil remendar pequeños agujeros que reparar un tsunami. Y, también, seguro que sería más fácil apoyarme en la pared de la piscina para dar la vuelta que buscar el fondo o, peor aún, quedarme chapoloteando cual tortuga boca arriba.

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