Mi mamá solía decir que las cosas de cada uno son importantes, porque le pertenecen a esa persona. Sus dolores son más fuertes, sus alegrías son más vívidas, sus amores son más eternos. Porque le pasan a uno. Porque uno es el testigo, protagonista, juez, medida, balanza y lente a través de los cuales experimenta la vida.
Digamos que todos partimos del mismo punto: de dentro de nosotros. Todo lo que nos pasa, lo procesamos dentro de nuestro cerebro. No podemos hacerlo de otra forma. No tenemos otro cerebro. Sin embargo, una de las habilidades básicas para vivir feliz en sociedad y tener relaciones duraderas es poder empatizar, ponernos en los zapatos de nuestro vecino, tratar de ver las cosas desde su punto de vista. Escuchar qué es lo que motiva algunas acciones incomprensibles, observar qué dispara ciertas conductas, reconocer las reacciones emocionales ante estímulos que, según nosotros, no van a tener mayor impacto.
Entender a los demás nos amplía el mundo. Es como aprender a comer diferentes tipos de comida. A apreciar otro tipo de música. Al menos a tratar de darle una oportunidad. Y saber en dónde poner el límite. Porque, por mucho que lo entendamos con la cabeza, muchas veces las consecuencias de las acciones de los demás nos duelen tanto, que mejor nos alejamos. Por nuestro bien. Porque, al final del día, somos nosotros los que sentimos nuestro dolor y sabemos si podemos regresar a ponernos en la misma situación. O no.