Moría por una tortilla con frijoles hace dos meses. Como si la vida se me fuera en ello. Hoy, que podía, me comí una piña. Porque ya comí la tortilla cinco domingos seguidos y tal vez ya no la necesito.
Pareciera que nos gustan las cosas que no podemos tener. ¿Pareciera? Seguro. Como la razón por la cual no estamos en el paraíso. Qué regalo tan curioso tenemos los humanos que nos lleva a buscar cosas ocultas, aún sabiendo que no es lo que nos conviene. Así cruzamos océanos, conquistamos continentes, nos enamoramos.
Ocupaciones de alto riesgo, que nos sacan del puerto seguro y nos llevan por mares tormentosos. Hasta que buscamos un faro para regresar. Porque es alegre andar pajareando, pero la tierra tiene el nido y hay que aterrizar de vez en cuando.
Ese estira y encoge que jugamos entre lo conocido y lo nuevo, lo que no podemos hacer siempre y la rutina, la marea alta y baja de nuestro comportamiento que, al menos, nos hace más amena la existencia. La libertad sirve para encontrar los límites en los que nos gusta movernos. O los que queremos cruzar. O los que no sabíamos que teníamos. Nunca podemos hacer en absoluto lo que queremos.
Pero de vez en cuando, podemos comernos una tortilla con frijoles. O un pedazo de piña.