De pequeña, mis papás me metieron a clases de tenis. No lo hacía mal. Pero no me gustaba. Para nada. Y era un sufrimiento cada vez que tenía que ir. Preferiría montar a caballo. Cosa que no hacía bien, pero que me fascinaba.
No siempre nos gusta lo que nos sale bien según nuestras habilidades. Pareciera que es muy fácil dejar a un lado lo que nos viene natural, como si nuestra naturaleza humana retorcida necesitara sufrir para sentir que se merece algo. Desde los hobbies esos en los que gastamos horas de horas y jamás llegaremos a ser famosos, hasta las relaciones imposibles que mantenemos vivas en nuestro corazón.
Vivir y sentir dolor son uno y lo mismo. O no. Tal vez esforzarse y sentir satisfacción sí son consecuencia uno del otro. Y tal vez aprendemos a no ser masoquistas y apreciar lo que se nos hace fácil.
Pero igual el tenis sigue sin gustarme.