Desde siempre me han encantado los membrillos. Recuerdo comerlos con sal y no aguantar terminarme uno por ácido. Las jaleas que hacía mi mamá para comer con pan y queso. Luego descubrimos que, quitándoles la tapa y haciéndoles un agujero, los podíamos llenar de sal, dejar reposar y comerlos sin que lo ácido molestara.
La humanidad repite las mismas historias una y otra vez, no porque le guste recordarlas, sino porque las olvida. Cada nuevo corazón que se enamora por primera vez, vuelve a contar los mismos cuentos y decirse las mismas palabras. Pero es nuevo para él y por eso es nuevo.
Los que escribimos, sabemos que no hay nada verdaderamente original que podamos poner en papel. Sólo lo podemos presentar desde nuestro punto de vista particular. Y allí esta el secreto de la vida. Trabajamos con herramientas y materiales milenarios para enseñar una parte diferente. O al menos eso tratamos.
Como las formas distintas de preparar el mismo membrillo. Hoy lo horneé y resultó una mezcla entre la fruta imposiblemente ácida de antes y lo dulce de la jalea. Igual y nuevo.