Hay un concurso tipo Top Chef de reposteros australiano. Resulta que a la niña le encanta el programa y a mí también. Vemos los capítulos con una mezcla de antojo y ganas de ir a cocinar. No hacemos ni una ni la otra. En el último que vi con ella sacaron un croquembouche espectacular. Recuerdo que mi mamá lo hacía y le quedaban de revista. Es básicamente una torre de profiteroles rellenos de alguna natilla y unidos entre si con caramelo. Cada uno de los elementos no es complicado en sí. Pero requiere maestría en la técnica.
Es interesante cómo se pueden construir las cosas más grandiosas a partir de las piezas más elementales. Lo que realmente importa es que éstas estén hechas bien. Y, para hacer algo sencillo, bien, se requiere de miles y miles de horas de práctica. Como los cocineros japoneses que se pasan años aprendiendo a hacer arroz para sushi. Uno que lo hace en arrocera, luego se pregunta por qué no queda igual…
La cotidianidad, esa sucesión de pedazos sencillos que arman el conjunto de la vida, se nos pasa a veces en una carrera entre despertar y dormir. Le perdemos el gusto a un saludo por la mañana, una sonrisa de bienvenida y descuidamos los engranajes. Es difícil que la maquinaria, el conjunto, no se deteriore si no le ponemos atención a los detalles.
En realidad, para hacer cosas espectaculares, sólo necesitamos fijarnos en lo sencillo. Y aprender a hacer un buen caramelo que lo una todo.