La Mala Memoria

«¡Hola! ¿Cómo has estado?» (voz entusiasta ante un saludo efusivo, esperar que el sujeto de las preguntas se haya alejado a una distancia prudente y voltearme a preguntarle a mi marido lo más discreto que puedo: «¿Cómo es que se llama?»)

Mi mente es fantástica para atesorar datos inútiles que me sirven para debatir un punto de trivia. Tengo archivos neuronales enteros repletos de imágenes y textos. Pónganme los primeros acordes de cientos de canciones y por lo menos puedo cantar el coro. Ah, pero hacer el enlace entre caras y nombres, eso no.

No puedo calificarlo de tener «mala memoria», porque, como ya lo dije, para otras cosas parezco elefante. Tampoco es falta de interés. Hay gente que me cae muy bien, pero que simplemente no archivo. Como todo, es una habilidad que hay que ejercitar y que me encantaría desarrollar.

Hay otras cosas para las que la mala memoria me es extremadamente útil. Rara vez me acuerdo de situaciones desagradables, de discusiones con seres queridos, de ofensas reales o imaginarias. Estoy segura que existe un pequeño hoyo negro en el centro de mi cerebro en donde el hámster va a tirar toda esa basura que apesta a resentimiento. La consecuencia de eso no es necesariamente que vuelva a tener la menor de las relaciones con gente que me haya hecho daño; simplemente desaparecen. Así tengo siete años de mi vida que no existen, como si hubiera pasado en coma (si tan sólo por eso no tuviera esos siete años de arrugas).

Resulta que el recordar y el olvidar, ambos, pueden ser actos voluntarios. La vida es demasiado preciosa como para abrir el cajón de la amargura. Ahora, que alguien me de la llave para quitarle cerrojo al cuarto de los nombres.

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