Escuchar a mi papá decir que todo tiene un modo y que, generalmente, es «suavecito», era un detonante seguro para sentirse exasperado. Porque tenía razón. Y porque no siempre aplicaba eso a su vida personal.
Todo tiene una función para lo que está diseñado y es uno de los mejores axiomas de diseño el que define que «la forma sigue a la función». Como un buen carro que no tiene adornos superfluos que le quiten aerodinamismo. O la ropa que queda perfecta porque no tiene vuelos extra.
Igual las relaciones que llevamos. Todo es mejor tenerlo bien claro y poder poner las cosas sobre la mesa. Pero suavecito. Porque hay mucho que se puede decir, que se debe decir, cuando uno quiere que los lazos perduren y se fortalezcan. Sin embargo, hacerlo a quemarropa y sin la menor consideración por el daño que se pueda causar es el equivalente de utilizar un martillo para matar una hormiga. Efectivo, pero innecesariamente destructivo.
La función de una relación laboral es intercambiar habilidades por dinero. La función de una amistad es dar cariño y apoyo y contexto a la persona. La función del amor es complementarse y apoyarse y crecer juntos. Si no se cumplen con las funciones, no hay forma que las salve. Y si no se cuida el modo, no hay función que valga.
Todo tiene una función específica. La cosa es hallarle el modo.