La competencia que nunca voy a ganar

Día a día uno vive con sus pensamientos. Es la primera voz que lo despierta a uno de mañana y la última que le habla, hasta en sueños. Porque nunca dejamos de ser nosotros. Podemos alejarnos de todo menos de lo que llevamos dentro. Eso lo tenemos que cambiar.

Me pasa que no siempre gano. Porque hay mucho qué cambiar y no siempre tengo ganas. O fuerzas. O sí las tengo y el intendente de mi sanidad mental igual arma fiesta sin mi permiso y tengo que volver a comenzar de nuevo. No sé muy bien por dónde va el camino de una aceptación agradecida de mí y a veces simplemente estoy cansada de no sentirme suficiente porque las cosas a mi alrededor no cumplen mis expectativas. Entonces trabajo en las expectativas, esas luces fatuas que nos llevan a estrellarnos contra todas las rocas de decepciones que nos hunden. Cuestión de control. De no tenerlo. De no quererlo. Supongo.

El mundo es suficientemente complejo como para que la persona que somos por dentro nos meta zancadillas emocionales. Pobre. Debe sentirse muy sola para necesitar tanto drama. Lo cierto es que estamos en competencia con nosotros mismos para ver quién gana control de los botones de autodestrucción. Desde donde lo miro, es una batalla que vale la pena pelear, aunque no siempre la gane. Porque el punto no es ganar, es soltar para abrazarse por dentro y sanar. Yo simplemente no quiero competir, siempre voy a perder. Quiero no tener que hacerlo, sólo así voy a poder estar en paz. Y, allí, es donde se obtiene todo.

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