Tenemos diez años de vivir en la casa en donde yo viví toda la vida. Entre una y otra remodelación que no terminan, siento que siempre hay paredes que necesitan repello, lámparas que no se han puesto y muebles por hacer. Un proceso tan largo que podría equipararlo con la vida y esas cosas, pero no tengo ganas. Lo cierto es que hay baños sin terminar, las duchas no quedaron como yo las quería, cuando pusieron las puertas arruinaron las paredes y no quiero que arruinen las puertas cuando arreglen las paredes. Eso. Tantos «esos» que había dejado de invitar gente, porque no estaba terminado el asunto.
Pero no se puede vivir en suspenso. Siempre hay algo qué hacer y uno se fija en lo que falta no en lo que está. Y hay tanto que está. Están los cuartos de los niños, está mi clóset, está mi cocina. Mi cocina. Ese lugar mágico en el que me transformo en hechicera y hago cosas que a todos les gustan. Está el jardín con flores, ni una rosa. Está el lugar en donde está mi escritorio, aunque todo el mundo pase y me interrumpa.
Y hoy hice hamburguesas para mi familia en donde siempre hemos ido a comer los domingos. Este domingo tocó en mi casa, a la que le falta mucho, pero no comida y sillas y mesa en donde sentarnos y platicar y tomar vino y comer. Comer y comer y comer.
Uno nunca está terminado. Supongo que así será siempre. Y qué alegre. Mientras haya comida.