Yo veo a mi hija dar volteretas por la casa porque se puede quedar con las flores de unos arreglos. Canta y baila como si fuera la emoción más grande de su vida. La veo y me emociono. Pero ya no como ella. Esa capacidad de entregarse a un sentimiento es algo que, no sólo ya no conozco, sino que evito a toda costa.
La adultez pareciera ser una lima que nos suaviza las partes punzantes. Entre ellas, la los sentimientos puros. Nos enseñan a no gritar muy fuerte, a no cantar en público, a no llorar frente a la gente. Aprendemos a no enojarnos sin medida. A no fantasear con amores apasionados que duran toda una vida.
Qué triste. Yo veo esa felicidad transparente de una niña que baila y baila y baila, sólo porque tiene una rosa. Y sé que no lo puedo evitar. Porque tengo mucho tiempo de estar atemperando mis reacciones. Yo no quiero que el enojo se me salga. Y me da vergüenza llorar frente a otras personas. Mi risa ya no tiene el mismo volumen. Y me río cuando un cuento termina en «y vivieron felices para siempre». Porque sé cómo es la vida.
Tal vez hay momentos en los que hay que olvidar todo eso que aprendemos.