Estar enojada es una emoción que manejo mejor que otras. El enojo da una sensación de poder, de acción. El furor que destruye, está haciendo algo, aunque sean barbaridades. Luego toca recoger los pedazos de los platos y los sentimientos que uno rompió, pero como también está la opción de culpar al otro por “enojarlo a uno”, pues por algo se aprende a voltear las tortillas.
La tristeza, por otro lado, la percibo como debilitante. Me dan ganas de quedarme quieta, sin hacer nada y la única que se siente mal soy yo.
El verdadero problema es que consideramos los sentimientos como estados semipermanentes, de los que no salimos. Cuando la realidad es que son pasajeros, con la finalidad de centrarnos en los impulsos externos y darles un significado que nos transforme. Perpetuarlos sólo es posible si los seguimos alimentando. Somos más que nuestras emociones, somos cómo las manejamos, dejando que nos pasen, sintiéndolas profundamente y permitiendo que se vayan para darle paso a otras.
No me gusta estar enojada. Tampoco triste. Aprendo de ambas. Y hasta allí.