Los 40s no llegan por gusto. Hace que uno se cuestione la vida, porque estadísticamente hablando, la llevamos a la mitad. Y uno ya no está ni joven, ni es viejo. Aún reconoce a la veinteañera en los músculos que responden y mira a la sesenteañera que se asoma en las arrugas que comienzan a asomarse. Y está bien.
Ahora la facilidad de tomarse uno fotos sin pedirle favor a nadie nos abre un poco la puerta para llenar nuestros dispositivos de imágenes banales. El almuerzo de hoy, la blusa nueva, los zapatos favoritos. Una salida con amigas debe ser adecuadamente documentada.
Me pasé buena parte de un año utilizando mi Instagram como lo que llamaba medio en serio medio en broma, mi «muro al ego». Subiendo fotos mías que, aunque sin filtro, mostraban una buena cara siempre. Momentos de crisis en los que se busca aprobación aunque sea de ajenos, supongo.
Regresé a tomar fotos sólo de cosas importantes. De los momentos con personas queridas, de las risas con mis hijos, de algo que verdaderamente me conmueve.
Conservo dos fotos mías. Una extremadamente triste y otra feliz. Como ejemplos de un extremo del que quiero salir y de un estado al que quiero regresar. Algo así como separadores de libros.
Las demás, las boté. Me puedo ver en un espejo y la gente que no me conoce, dudo que tenga interés.
A ver si no me pasa algo así con los 50s.