Leí un libro del Maestro Stephen King acerca de escribir. De hecho, se llama On Writing. Tiene anécdotas, consejos, un ejercicio y una lista (dos) de libros recomendados. Me lo devoré. Por supuesto que también quedé un poco asustada de todo lo que no hago bien al escribir. Entre eso está el ya muy conocido consejo de Faulkner: «In writing, kill your darlings».
¿Esa persona que nos gusta y que nos hace mal, pero que de todos modos tenemos cerca porque la forma en la que nos duele nos gusta? ¿El pedazo de comida que nos despierta del reflujo en la noche, que de todas formas nos comemos porque nos lo merecemos? ¿El enojito constante que nos hace sentirnos poderosos porque nos ahorramos tener que explicarnos y tal vez admitir que cometimos un error? Esos pequeños defectos y heridas a los que les tenemos cariño.
Hay que matarlos. Nos dañan. Nos hacen peores personas. Nos alejan de lo que podemos hacer. Pareciera que la vida es una constante matanza de darlings que se nos reproducen como ratas. Sacas uno y salen mil más.
Hasta que llega un momento en el que, siendo humanos, nos quedamos con un par. Porque los queremos mucho nos gustan y, de alguna forma, son nuestro estilo.
Como al escribir. Esos defectos, formas, figuras que nos gusta utilizar, pueden ser parte de un estilo. Bueno o malo, eso ya depende de qué tantos queriditos hayamos sacrificado antes. Sí, William, los mato. Pero no a todos.