Escribir se ha vuelto mi forma preferida de comunicación. Texteo para sostener conversaciones en vez de llamar por teléfono. Envío correos para hacer convocatorias. Tuiteo como desahogo. Y escribo aquí y en cuadernos y en papelitos que guardo o pierdo o enseño o destruyo.
Pienso que siempre estamos escribiendo nuestras vidas en las acciones que realizamos. Al principio nos dejamos dictar el guión, por nuestros padres y maestros y amigos.
Luego lo tiramos todo y creemos que nos inventamos todas las metáforas y poemas y símiles del mundo. Nadie ha querido como nosotros. Somos las personas más sabias. Todos deberían leernos.
Pasan unos cuantos años más y nos pega el peso de la adultez. Tenemos 35 años y sabemos que sabemos menos de lo que creíamos que sabíamos. Queremos parar de escribir para no terminar manchando las hojas. Repetimos el texto que conocemos. Avanzamos sobre lo seguro.
Y, justo cuando creemos que ya no hay nada nuevo qué decir, le damos la vuelta a la hoja y nos volvemos a encontrar con un espacio abierto, ilimitado en dónde plasmar nuestras palabras.
Ahora ya entendemos que lo que escribimos en el libro de nuestras vidas es imborrable. Que todo lo que ponemos tiene consecuencias. Que cada manchón se paga. Y que, aún con borrones y tachados y manchas, es nuestro. Que nuestro guión lo dictamos nosotros. Y que es tan bello como lo querramos.