He aprendido, a lo bruto, que a los niños no les gusta hacer siesta. Aún que se mueran del sueño, tengan los ojos rojos, estén insoportables y ya no puedan más. Es como si sus mentes se rebelaran en contra de la posibilidad de dejar de vivir un sólo momento. Cosa que, ahora que considero las siestas como uno de los placeres fundamentales y necesarios de la vida, simplemente miro como un desperdicio de oportunidad.
Tener paz a veces nos cuesta. Porque queremos seguir haciendo cosas, porque tenemos mil pendientes, porque nos cuesta enfocarnos en una sola cosa. O porque, a veces, tener calma exige que dejemos ir. Sobre todo, nuestras expectativas. Esos espejismos de las vidas perfectas que teníamos trazados como mapas del tesoro.
Nos movemos entre tener horizontes claros y caminos tortuosos. Entre ver un faro a la distancia y navegar por un mar sin compás. Es imposible prever todo lo que nos puede suceder. O hacer todo lo que queremos.
La paz se compra con calma. Y ésta sólo se consigue soltando. Dejando ir un poco. Relajando esa mano con la que nos aferramos a lo que creemos, aún cuando nos hace daño.
En el momento de escribir esto, ya me levanté tres veces, escribí cuatro tuits, hablé con cinco personas por el WhatsApp. Porque a mí también la vida me parece corta y no me quiero perder ni un poco. Espero alguna vez poder pagar el precio que se necesita para estar en paz. Por ahora, me conformo con hacer una siesta de veinte minutos.