El mejor olor

Falata un mes para diciembre. Esa época, para mí, huele a mantequilla, azúcar y harina. Pasábamos a puras galletas y pan durante 30 días. La casa se mantenía caliente por el horno y había cola de pedidos de mazapán que mi papá repartía con una gamonalidad que poco tenía en cuenta el esfuerzo de mi mamá.

Marzo huele a morado, con sus jacarandas en flor. Los fines de mes huelen a rosas. Mis hijos huelen a míos. Los gatos huelen a perfume. Mi casa huele a mí.

Los olores nos anclan en lugares y momentos especiales y a personas específicas. Ese perfume que usaba una persona querida y ya no está. El aroma de un abrazo en el que nos perdimos. El desagrado ante la química que nos repele de alguien a quien le agarramos una aversión inexpresable.

Los químicos que procesamos con el olfato, originalmente, servían para alertarnos de una posible putrefacción de la comida. Ahora, además de advertirnos que el yogurt de la refri ya pasó a otro estado de evolución, también nos afianzan los recuerdos.

Lindo eso de evocar una cita especial volviendo a usar la fragancia de la ocasión. Esas atracciones poderosas que nos unen a personas que no necesariamente tenemos cerca.

La nariz es poderosa. Y esta época es para llenarla de olores que luego nos envuelvan en abrazos cálidos. Aunque ya no nos comamos las galletas.

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