Hablando con mi marido, nos pusimos a contar las veces en que hemos tenido la oportunidad de cambiar el rumbo de nuestras vidas con una decisión. Son pocas, contadas en dígitos simples, pero tan importantes que puedo hasta decir qué estaba comiendo cuando sucedieron. También están las otras ocasiones en las que la vida nos ha arrollado, sin tener nosotros nada qué decir al respecto.
La humanidad, desde que existe como tal, ha preguntado si tenemos libre albedrío o si la vida viene con la programación predeterminada. En una esquina tenemos desde las tragedias griegas, en las que un Edipo huye para no matar a su padre y termina encontrándoselo en el camino, hasta películas de superhéroes que hablan en palabras grandes como «destino» y «responsabilidad». En la otra, están las religiones que hablan de la capacidad del hombre para escoger qué hacer con su vida y poemas famosos que nos sitúan en un camino bifurcado.
Como todo en esta extraña existencia, la cosa no es tan sencilla. El destino y la voluntad son lados de una misma hoja sobre la que se dibuja nuestra vida. Definitivamente hay acontecimientos que se escapan de nuestro control: desastres naturales, lugar de nacimiento, muerte de nuestros padres. Todo eso parece venir encriptado en el guión ya escrito. Y también están esos momentos pesados por lo importantes, como escoger pareja, escoger carrera, escoger amigos, que hacen esas curvas en la ruta.
El destino nos cambia personalmente y el libre albedrío cambia el curso de nuestras vidas. Uno se alimenta del otro. Porque ambos se desarrollan en nosotros. Aún recuerdo la mesa del restaurante en la que tomamos una decisión importante hace 7 años, la orilla de la cama en la que me senté para decirle adiós a una vida insoportable, el corredor de la oficina que observó un abrazo que volvió a poner mi universo en orden. Cada una de esas intersecciones me ha llevado por el camino sobre el que voy ahora. Las cosas que me han sucedido alimentan la persona que anda por ese camino. No me arrepiento de ninguna.