Hoy le dieron un pelotazo a JM en el colegio. Fue tan fuerte el golpe en la cara, que perdió el conocimiento. Llegué antes que la ambulancia. Habiendo hablado con el doctor, me quedaba a mí el poder de decisión de llevarlo o no al hospital. Lo llevé. Le hablé durante todo el camino, lo hice reírse. Lo obligué a hablarme claro y fuerte. No lo dejé que se durmiera. Lo cargué para entrarlo y lo acompañé mientras lo examinaban.
Le hablé calmada. Respondí sin aspavientos las preguntas de la doctora. Esperé la quinimil horas que tomó el trámite del seguro (aproveché ese tiempo para hacerme exámenes de sangre que necesitaba). Pagué. Regresé a la casa, luego de mucho tráfico, a bañarme y a recoger a la niña a la parada del bus.
El niño está bien, nada roto, nada alterado. La vida parece continuar como si nada hubiera sucedido.
Y yo me quedé con el corazón latiendo con más fuerza, la angustia que no dejé escapar en la garganta y las lágrimas presionándome los ojos. Ser el adulto responsable que tiene que mantener la calma es agotador.
Qué bueno que lo puedo hacer. Pero me quedo con la sensación de querer yo también ser vulnerable y dejarme consolar por alguien que me deje ser débil.
Ser adultos no nos quita lo sensible. Sólo nos enseña a ocultarlo.