A mi teléfono se le arruinó la cámara normal y sólo sirve la de las selfies. Que me resulta conveniente, porque lo uso como espejo. Casi creo que me miro como salgo en las fotos. Y resulta que no, esa cámara tiene una distorsión que hace que se me mire la cara más larga y cuando me toman fotos con una cámara normal, no me gusta cómo me miro.
Pero los espejos también mienten. No hay superficies perfectas en dónde reflejarnos con completa fidelidad.
Además, no nos vemos de forma objetiva. Nunca. Porque nuestra auto imagen está íntimamente ligada a nuestra apariencia. Parte de la evolución es poder reconocernos a nosotros mismos de entre un mar de personas distintas. Allí estamos, ve. Ésa soy yo. Nadie más. Hacemos identidad a partir de la persona que nos imita en un espejo y le atamos sentimientos a esa imagen.
El problema, tal vez, es que esa subjetividad que utilizamos sirve para dejarnos de gustar. El paso del tiempo, los cambios de peso, la simple vida, nos cambian y no siempre para mejor. Llega un momento en que no volvemos a ver a la persona que conocíamos y la que nos saluda no mucho nos gusta. Lo cual es muy feo. No que uno se vuelva feo, sino que la idea de la belleza que tenemos también debería cambiar con nosotros. ¿Arruga nueva? Es porque he vivido más. ¿Canas? Ya no necesito ponerme rayitos. ¿No quepo en la misma ropa? Excusa para comprar más.
Me cuesta. Mucho. En lo que aprendo, al menos ya sé cuál es mi mejor ángulo en el teléfono.