Alguna vez mi papá, tratando que yo conectara una raqueta con la bola de tenis, me dijo que todo estaba en el «timing». Palabrita por lo demás sin traducción satisfactoria en el español. En el dojo, nos hablan del «kime», esa unión de movimientos en el momento preciso. O sea, «timing».
En la vida parecen haber momentos escritos para ser agarrados. El trabajo que escogimos sobre otro. El beso que robamos porque era nuestro. El viaje antes o después de una tormenta.
Allí es cuando todo camina sobre rieles, se desliza y nos da la sensación que estamos en donde debemos. Que todo está bien. A veces hasta tenemos una válvula en el estómago que nos dice si es el momento correcto o no. El problema es que no siempre funciona. Y aún menos podemos pasarnos la vida entera esperando sentir que es «el» momento. Porque, aunque parezca contradictorio, el timing sólo llega después de uno haberse preparado durante horas de práctica y de estarlo buscando sin fruto. De arreglarse uno la cabeza y los sentimientos antes de buscar a alguien con quién compartirse. De hacer una y otra vez la plana hasta que corre fácil la caligrafía.
El timing, el kime, el destino, sólo nos llega si lo forjamos. Con sudor y dolor y lágrimas. Lo bueno es que sí llega y allí podemos descansar. Un rato. Hasta el siguiente tramo. Jamás aprendí a conectar con una pelota. Pero ya casi me sale un zuki revienta-costillas. Todo es cuestión de práctica.