Cuando trabajaba en una institución muy competitiva, era casi necesario buscar el reconocimiento de los demás, sino, pues no había aumento… Tenías a muchas personas que, no necesariamente hacían bien su trabajo, pero sí lo anunciaban alto y fuerte y todo el mundo los miraba. Cuando estaba en otras relaciones, me importaba mucho que la gente me viera feliz, no importando si lo estuviera o no. Cuando estaba más gorda, quería enseñar más, para que la gente me chuleara…
Las cosas que nos hacen falta, las verdaderamente importantes, no tienen sustitutos. No es como el azúcar y la stevia. Conformarse con compañía, porque es muy duro el amor, es dejar una parte del corazón muerta. Querer cambiar la autoestima con aprobación externa nos deja sintiéndonos más vacíos que antes. Alardear de un trabajo mediocre, en vez de hacerlo calladamente excelente y que hable por sí mismo, nos deja sentados a la mitad del camino.
Todos tenemos estándares propios de lo que nos satisface. Hay que trabajar mucho para encontrarlos, porque muchas veces están «adornados» de las cosas que nos dijeron nuestros papás, de lo que vemos en la tele y de lo que escuchamos de las demás personas. El proceso puede ser hasta doloroso, sobre todo si lo que uno quiere va en contra de todo lo que le han dicho a uno que es lo «bueno» o lo «moral». Atreverse a pararse sobre su propio centro y quedarse firme en sus creencias, hacen del ser humano un verdadero inmortal.
Hay cosas que son intercambiables. Todas las que no tienen mayor importancia. O sea, un carro que te lleve a salvo de un lugar a otro es igual de bueno que otro que haga lo mismo, indiferentemente del precio. Pero un buen amigo, ése que va a responderte con empatía tus problemas, que te va a acompañar durante tus cambios de vida, que te va a querer, eso no es substituible.
La vida nos da un montón de opciones. Necesitamos flexibilidad para sobrevivir y firmeza para permanecer. Hay cosas que yo ya no puedo cambiar.