Sonreír y saludar

Aprendí a ser amable hasta el cansancio. A seguirle la conversación a extraños con los que no quiero hablar. A bailar en las fiestas aunque no quisiera. “Las niñas deben ser finas y delicadas”, me decía mi mamá esforzándose en moldearme a un ideal completamente anticuado.

Agradezco que lo cortés sea parte de la composición de mi personalidad. No me lo puedo quitar, al menos no como un impulso primario. Siempre empiezo con una sonrisa, con un tono amable. Pero después de mis varios años, aprendí a portarme intratable. Puedo poner mala cara si me invaden el espacio. Puedo ser directa, hasta pesada. Porque no hay que tolerar cada interacción y un extraño que quiera mi atención tiene que aceptar que no se la dé. Es mía.

Pero, siempre hay que comenzar con una sonrisa y un saludo.

Nada le pasa al que no hace nada

Llevo varias lesiones en el karate. Y los moretes ni me sorprenden. Pero no estoy quejándome. Es casi algo de qué estar orgullosa. Porque hago algo que me encanta y no me da miedo seguir adelante.

Hay que hacer cosas en la vida. Lo que cueste porque nos gusta. Aunque duela. Y seguir. Se termina la vida y nadie llega intacto al final.

Sinceramente, lo que más me ha costado, es el transcurso del tiempo que me ha tomado. Podemos pensar que hay suficientes años delante nuestro. Pero se nos olvida que nos los vamos gastando de forma inexorable. Por eso no me han pesado estos últimos ocho años entrenando, ni lo que ha dolido. Ni lo que viene.