¿Ustedes también cenan a las 6pm?

Siempre me ha gustado pensar en salir a parrandear. La idea de pasar bailando toda la noche me fascina. La idea. Cuando lo he hecho, me dan las 10pm y ya quiero irme a mi casa. Fatal. Soy un animal diurno, con costumbres de pájaro mañanero: salgo con el sol, me acuesto con el sol. Quisiera ser más cool, en serio. De esas personas que pueden salir a estar con los amigos, desvelarse y de todas formas ser personas al día siguiente.

Me cuesta juntar mis ganas de fiesta y socializar con mis ganas de seguir mi rutina. A veces sí se me vuelve un poco hasta ansiedad pensar que no voy a poder despertar a las 4am y ya a las 5 pm ando viendo en dónde ceno.

Pero si puedo aceptar que definitivamente no soy el alma de ninguna fiesta que no sea un desayuno, puedo dejarme llevar de vez en cuando por la noche. Tal vez si ceno antes…

Los vecinos más incómodos

Tenemos varias décadas de conocernos con la migraña. Hemos cambiado, nos hemos dejado de ver alguna buena temporada, pero siempre nos volvemos a encontrar. Invariablemente me dan ganas de desatornillarme la cabeza.

Los dolores son la peor clase de vecinos. No siempre están metidos en la casa de uno, pero entran sin invitación y sólo se van cuando se les da la gana.

Siempre he tratado de ignorar en dolor. No. No ignorarlo, sólo dejarlo allí sentado hasta que se aburra y se vaya. La vida sigue y yo no puedo esconderme entre mi cama. Aunque quisiera.

La fatal atracción de los extremos

Argumentar desde una postura radical, poniendo los ejemplos más exagerados, es satisfactorio. Los absolutos son casi siempre irrefutables y nos colocan sobre una montaña de superioridad moral que nos presenta como salvadores. Al menos en nuestra propia mente. Porque a lo cerca del horizonte podemos ver a nuestra contraparte, firmemente parado sobre su propia montaña.

Ganar una discusión rara vez implica una verdadera victoria, menos con la forma extremista en la que se llevan a cabo ahora las conversaciones. Pero se nos olvida convenientemente que la vida no se vive a la orilla de la existencia y casi todo lo que transcurre en ella sucede en esa zona más accesible de la realidad. Allí se puede hablar de situaciones normales que pueden tener varias opciones y que, con algunos grados de distancia, son igual de válidas. La forma en la que uno cría a sus hijos, por ejemplo, no se puede uniformar. Ni siquiera en la misma casa. Cada uno necesita cosas distintas y a veces no hay más remedio que hacer prueba y error.

Hemos perdido la capacidad de ver matices porque eso exige más de nosotros. Sobre todo aceptar la posibilidad de estar equivocados. Para erradicarla, nos construimos pedestales tan flojos, que sólo nos sostiene allí nuestra arrogancia. Y esa cuata es sorda, ciega y gritona.

Todo cambia

Si no nos hemos hecho a la idea que nuestro mundo está sujeto a cambios ajenos a nuestra agencia y/o voluntad en este último año y medio, no hemos aprendido a vivir. Nos pasa, eso sí puede ser, que los cambios los toleramos porque la mayoría son graduales y nos da tiempo de acostumbrarnos a ellos. Como bajar a un pozo grada a grada. Hasta que estamos muy abajo nos damos cuenta que ya no hay luz.

Sólo cuando hay una crisis que acelera el cambio es que nos obligamos a aceptarlo. Puede ser un accidente. O una pandemia. Pero lo más probable es que, lo que queda después, sus consecuencias, sean simplemente lo que ya se venía gestando desde antes. Una relación no termina por un encontronazo. Termina más rápido después del choque, eso sí.

Me ha costado aceptar que las cosas siempre mutan. Que no puedo escudar mi vida detrás de rutinas. Pero, creo, que éstas me van a ayudar a sobrellevar mejor las diferencias que encuentre cada día.

Quedarse en el lenguaje

Tengo tus historias esperando salir,

a la puerta de las palabras que no son suficientes

sólo puedo contarlas, no vivirlas

y el lenguaje se queda corto

todas las frases se caen en el aire

me sobran letras, me falta orden

las dejo desperdigadas en el suelo de mi mente

y me da miedo limpiarlas para no perderlas.

La esquina de los gatos

Siempre me han gustado estos animales que no son de nadie. Le hacen a uno el favor de dejarse tocar y no dudan de pasar de casa en casa pidiendo comida si se los permiten. En casa de mis papás siempre convivieron en una relación tensa con los perros de cacería, algunas veces de forma exitosa y otras no tanto.

He tenido cuatro gatos que me han tratado como suya. La sensación es poderosa. No hay error: si eres el humano de un gato, te lo hace saber. Me han enseñado del respeto que se les debe a seres ostensiblemente más débiles. Del espacio personal que necesitan todos los entes conscientes. Y del querer algo con voluntad propia. Ellos se quieren a sí mismos. Eso también lo estoy aprendiendo.

Las tardes que me siento a leer, ambos me acompañan, porque saben que no los necesito, pero me gustan. Y porque nunca desaprovechan la oportunidad de sentarse sobre mi libro.

Pain

Hay una canción que me encanta. Pain. No es por ser masoquista, simplemente tiene una cadencia bellísima y, como todo lo triste, puede decir cosas hermosamente dolorosas. No me gusta estar de bajón. Va en contra de mi naturaleza, esa cosa que me levanta cantando a las 4 de la mañana y que me hace encontrar cómo reírme en medio de mis peores momentos.

El dolor, decía mi padre, es mental. Cosa más cierta que la propiedad mojatoria del agua. Pero, más allá de lo obvio, es que el dolor es inevitable y huir de él no lo aleja, sólo nos prolonga la visita. Como todo lo que puede destruirnos, es un bully al que hay que ver de frente y dejarlo pasar. Igual con el miedo, con la pereza, con la decepción, hasta con la rabia. Todo eso se puede usar de aguijón para actuar.

Mis bromas pesadas acerca de mis propias desgracias les han enseñado a mis hijos que nada es demasiado importante como para dejarse vencer. Que la vida es lo que es y uno sigue. Porque uno sigue, siempre, hasta que se le acaba a uno el tiempo de esta vuelta en el jueguito. Quién sabe qué hay más allá. La canción es linda, el dolor pasa y nos queda la música.

No estoy de acuerdo

Las redes sociales no son la plataforma para discusiones serias. Menos aún para convencer gente. A lo más que llegan es a un muro de quejas que airear. Tal vez el boletín de información del barrio. Seguro un bazar permanente de oferta de cosas que quiero y no necesito. Pero no, nunca, el medio para presentar una idea con sutilezas.

No estoy de acuerdo con muchas cosas que leo. Pero estoy consciente que hay varios factores de peso para que yo no dé mi opinión: puede ser sólo una muestra de un argumento más amplio, puedo no conocer lo suficiente del tema y, lo más importante, lo que yo opine tiene poca relevancia.

Hay una libertad diáfana en no tener que opinar de todo y no fijar mis posturas siempre. Se vuelve uno casi esclavo de hablar y de mostrar lo que uno piensa todo el tiempo. Mejor reservarme para cuando verdaderamente me parezca relevante. Y esperar la avalancha de opiniones en desacuerdo.

Una tarde más

Tengo un par de años (cinco, de hecho), de estar mutando. Supongo que esto tampoco es cierto, que cada día lo hago. Lo que pasa es que, como me miro/siento/pienso siempre, es complicado poner un hito en el cambio. Pero… hoy vi unas fotos de hace quince años, estoy segura que fueron las últimas que les tomaron a mis papás y la diferencia es enorme. En general, no me gusta ver ese álbum, mis papás, aunque no viejos de edad, están tan deteriorados que podrían ser unos ancianos.

Siempre digo que mi pecado capital favorito es la vanidad y que, gracias a ella, yo me despierto a las cuatro de la mañana a hacer ejercicio y tengo mucho tiempo de no comer postres como cosa habitual. No sé, puede que sea cierto hasta algún punto, pero la realidad estoy segura que es otra.

Hoy salimos a comer un helado con mis hijos y puedo moverme a su velocidad, cantar tan alto como ellos y reírme sin dolor.

Una tarde más. No sé cómo se amalgama todo esto en mi consciencia, pero estoy segura que no soy inmune al paso de las horas sobre mi cabeza. No le tengo miedo al tiempo, sólo a no poder esperarlo de pie.