Sin backups

Por alguna razón que aún no me he puesto a averiguar, mi computadora no tiene backups desde hace un chorro de días. Lo cual es un poco preocupante teniendo en cuenta que guardo aquí mi vida en fotos y palabras. Alguna vez he perdido imágenes de cosas que fueron importantes y me ha dolido casi tanto como la partida de un ser querido.

Dicen que de pequeños recordamos las cosas que nos cuentan y lo creo. Ver álbumes de fotos con los regalos de Navidades pasadas y creer que tengo memoria del carrito de bomberos es una linda fantasía, aun y cuando sé que no es verdad. Todos los recuerdos los distorsionamos al revisarlos, así que puede que esa noche no haya visto a mi mamá vestida de negro, pero sí haya sentido que era la mujer más linda del mundo.

Hay una cosa que permanece: los sentimientos. Ésos no conocen del tiempo, ni de cambios, ni de pérdidas de memoria. Lo que sentimos se queda con nosotros impreso en nuestro ADN personal, ése que nos cambia a nosotros para el resto de la vida. 

Estoy segura que sería muy interesante hacerse un backup propio de las vivencias para poder revisarlas con precisión. Pero no sé si eso nos cambiaría la forma en la que sentimos. Eso sólo lo podemos hacer nosotros, como ejercicio de liberación. Siempre es personal y, de adentro hacia afuera, nosotros tenemos la llave.

Soltar

Una carcajada

la lágrima presa tras las pestañas

las palabras que se quedan entre los dedos

el recuerdo de lo que ya no es

la mano sujeta a la fuerza

la esperanza cautiva

todo. 

Era Hércules

Acabo de pasar una mañana entera pensando que no es Ulises de quien quería hablar, pero no recordaba el nombre del otro héroe. Repasé mi mitología, recordé las pruebas a las que lo sometieron, pensé en un capítulo de Asterix y Obelix, pero el nombre se me escapaba con más éxito que Ícaro. 

Tal vez nuestros cerebros no están hechos para recordar nombres. No debe haber sido esencial en la época en que éramos tribus de no más de 150 personas. Teníamos que conocernos entre todos y ya. Los de las otras tribus, irrelevantes. Además que eso de la identidad propia, separada del clan, es algo muy moderno. Tantos nombres que quieren decir “hijo de, hija de, panadero, cabalga cerdos…” Un nombre propio, seguido de un apellido diferenciado, eso con lo que nos presentamos y sentimos que nos define, es más de estos tiempos. Somos individuos y no nos identificamos con lo que hicieron nuestros antepasados. Es más, hemos cruzado tantas fronteras y mezclado tantas etnias, que no podemos asegurar de dónde venimos. 

Creo que es irrelevante. Que hay libertad en identificarme como persona y seguridad en saber a qué grupo pertenezco, aunque ése también sea ficticio. Y, tal vez, preferiría hacer cosas lo suficientemente importantes como para que perduren en la memoria, mucho después que se desvanezca mi nombre. 

Me refugio en la rutina

La piscina estaba fría. Es diciembre, el sol no calienta el agua, menos genera suficiente energía para que alcance el exiguo calentador, hay viento que ondea la superficie y hace frío. Perro frío. Paso todo el camino pensando que no me voy a meter y termino nadando como perseguida. Es mi rutina. 

Igual así escribo por aquí, porque tengo otras cosas que quisiera escribir pero no me da la fuerza emocional y regreso a abrir esta página en mi navegador y a gastarme las doscientas palabras, un dulcito para aliviar mi ansiedad. Debería estar terminando un par de cuentos, sacándome emociones que no quiero sentir. Pero sigo aquí y ya escribí y con eso me doy por satisfecha. 

Lo mismo paso de un amanecer a otro para ir a los mismos sitios. La comodidad es un placebo adictivo. Un puente entre experiencias. Un tubo de agua en qué desplazarse sin tormentas. Pero todo se quiebra en algún momento y hay que salir a navegar al agua abierta y desconocida, porque la rutina no es más que una balsa y la vida una travesía que no podemos predecir. 

Mañana tengo cosas qué hacer. El jueves también. Y regresaré aquí a hacer lo que hago cuando no quiero hacer lo que debo. Hasta que se me rompa el envase de tanto usarlo y me toque hacerlo nuevo de nuevo.

Las metas que no se logran

Este año no tenía ningún propósito personal aparte de terminarlo. No suena a mucho, pero después del período 2016-2017 de mi vida, era suficiente. 

Me encantan las personas que se sientan a trazar las metas de su vida, con cosas concretas y planes detallados. Cuando se tiene un fin específico, se puede un concentrar en poner la energía y la atención a obtenerlo. El colegio, la universidad, un negocio, un contrato, todo eso es tangible y fácil de medir si se logra o no.

Lo mío en estos años ha sido efímero, abstracto, recurrente, insustancial. Ni siquiera puedo afirmar haber logrado algo más que despertarme todos los días. Escribir es otra forma de respirar para mí y no lo estoy contando como un logro. Haber llegado a diciembre con mi vida más o menos por el mismo camino que como lo empecé, sabe a victoria de ésas que se celebran en un cuarto sin fanfarrias. 

Mis metas tienen qué ver con que mis hijos crezcan sanos de cuerpo y espíritu y que se sepan amados. No sabré si lo logré hasta que yo ya no tenga influencia sobre ellos. También tienen qué ver con darme un espacio a mí misma para fallar. Aún no sé si sirve de algo más que para meter la pata, pero la terapia ayuda a no salirse demasiado. Y terminan relacionadas con crear lazos emocionales edificantes con personas a las que quiero. En este año nadie salió de mi vida y agradezco la compañía que he obtenido.

No tengo metas concretas. No sé ni siquiera si logro las que tengo. Pero ya viene otro año y toca volver a empezar con una rutina que tal vez me entregue alguna satisfacción al final. Aunque no lo mire. 

Lo que se hereda…

Ver a los hijos implica tratar de encontrarse en ellos. Mi madre decía que si los niños eran bonitos se parecían a mi familia y, si no, a la tuya… Pero más que eso, uno mantiene ese instinto de preservarse en algo concreto como la línea de la quijada o el arco de las cejas de otro ser que lo lleva a uno en sí. Tal vez es la única certeza que tenemos que vamos a trascender. 

La humanidad entera ha evolucionado para poder propagarse, aún a costa de la especie misma. Se dice que antes de ser agrícolas, teníamos vidas más interesantes, mejor dieta, mejor salud y más tiempo de descanso. Yo sí creo que mi cerebro no está hecho para andar tres horas en un vehículo de un punto conocido al otro todos los días. Ni siquiera estoy segura que estar sentada sea la posición ideal para mi cuerpo. Pero la revolución agrícola nos sirvió para poder tener más hijos y aumentar nuestro número. Ese imperativo de perseverar, multiplicarnos, replicarnos. 

El verdadero peligro para uno que tiene hijos es creer que su única función es ser pequeñas copias del original. Que les toca llevar alguna especie de estandarte que nos continúe. Antes se hablaba de preservar «el apellido» como si un conjunto de letras fuera importante. 

Yo sólo me maravillo haberle pasado algo de mí al exterior de mis hijos y me preocupo de lo que les pueda estar dando en el interior. Porque más que perpetuarme en ellos, quiero no pasearme y eso tiene mucho más qué ver con lo que les enseño que con lo que les he heredado. 

Sobre una banca

Esperamos noticias en un hospital

Le rezamos a la fe que llevamos dentro

Leemos un libro tomando un café

Un árbol nos cubre

pasan desconocidos

a quienes les inventamos vidas

nos sentimos solos

y te espero.

Regresar al papel

Durante mucho tiempo destruí todos mis libros. No en una pira apoteósica de censura ni nada tan dramático. Es más, no fuero con fuego, fue el agua lo que deshizo mis libros de la infancia/adolescencia. En casa y en esas épocas, los libros eran un lujo no esencial y comprábamos las ediciones que podíamos. O leía lo que me prestaban. Tal vez por eso tengo un gusto tan raro, porque crecí leyendo lo que tuviera a mano. Y siempre tenía uno en la mano, hasta para bañarme. Así terminaron todos mis libros hinchados de la humedad, vueltos a leerse una y otra vez.

Hay cosas anacrónicas, que trascienden la modernidad: el vino, la comida, el papel. Por mucho que parezca magia poder leer a oscuras en un dispositivo electrónico, el peso de una página que lo acerca a uno al final no tiene comparación. O tal vez es que estoy regresando a sentirme dichosa por poder tener un libro en la mano. Regresamos a lo que nos hace sentir bien, con la comida, con las personas, los lugares. Regresamos a cantar las canciones que nos dormían, leer los cuentos que nos transportaban, ver las películas que nos hicieron sentir algo. Tal vez por eso cuesta tanto salir de las cosas que conocemos, aunque nos hagan mal, porque allí sabemos qué pasa.

No teniendo nada seguro, saber cómo se mueve lo que tenemos alrededor calma. Por eso son tan importantes los ritos. Se repiten siempre igual. Pero los ritos para quedarse en el mismo lugar no sirven, debemos crear nuestras propias plataformas seguras para lanzarnos al vacío. Como los libros. Regresar al papel como una vuelta a casa, pero no volver a leer lo mismo. Y no meterme a bañar con ellos.

La integridad en los pedazos

He estado leyendo un par de libros de sociología, evolución genética/cultural y ahora uno de análisis psicológico de los diferentes mitos a través de la historia. Me están haciendo un revoltijo en la cabeza, porque se aproximan al hecho de ser humano de diferentes ángulos, uno igual de válido que el otro, pero distintos. Es interesante ver cómo agarran diferentes pedazos y vuelven a armar la existencia, pero desde su perspectiva.

La «humanidad» como tal es tan compleja porque no se puede partir y observar como se hace con un hormiguero (aunque hay algunos socio-biólogos que dicen que eso es exactamente lo que se puede hacer). Cada uno tenemos un sentir tan distinto de los demás, aunque en conjunto nuestra conducta sea predecible, que no hay una explicación global que satisfaga todas las posibilidades.

Tal vez la clave está en meterse adentro de uno mismo, destruir lo que no nos permite estar completos y navegar hacia afuera con un barco mejor equiparado. Para mí, esto implica terapia con alguien que me ayuda a entenderme, un círculo de personas cercanas que me halan las orejas de vez en cuando y el tratar de enriquecer mi vida con conocimiento y sentimientos. Difícil eso de reducirse al núcleo para no desarmarse por allí.

Calificación para opinar

No hay forma de dar una opinión totalmente objetiva, simplemente porque no existe tal cosa. Percibimos el mundo a través de lo que interpretamos con nuestro cerebro que nos dan nuestros sentidos y, allí adentro, aún no hay nadie más que nosotros. Hasta que la humanidad deje de ser lo que concebimos ahora y podamos compartir y mezclar nuestros inconscientes con otras personas, borrando lo que consideramos nuestro «yo», no hay forma de traspasar la barrera de la subjetividad.

El mundo está para ser decodificado. Impulsos eléctricos, ondas auditivas y de luz, químicos aspersos en el aire y ya armamos lo que denominamos la realidad física. Ni los átomos existen de verdad, así como he interpretado esa marcianada física que están y luego desaparecen. ¿A dónde? Así es que cada uno se queda con una realidad desde la que opina, por mucho que abra la mente para entender a alguien más, sólo lo puede hacer desde sí mismo. No hay una multitud. Está uno. Y es ese uno quien cuenta qué le pasa y pasa por el filtro de lo personal todo.

Descalificar la realidad de alguien más porque no corresponde con la nuestra es ignorar que no hay otras que las propias y que desechar la experiencia de alguien más sólo es admitir nuestra propia limitación.