Lo que nos mueve

Los niños están de vacaciones y lo único que logro a veces es que se bañen. Y esto sólo bajo promesas de helados y cosas así. O con amenazas de no dejarles ver tele. O jugar con el play. Detesto el play. Es malo si juegan y malo si no.

Pero motivar niños resulta sencillo. Uno de padre conoce en dónde están los botones, tiene la autoridad y es dueño de las herramientas de entretenimiento. Con uno es mucho más difícil. De adultos debemos encontrar la razón para hacer las cosas desde muy adentro. Engañarnos inclusive para sentir que sí, que queremos hacerlas. Como ejercicio por las mañanas, dejar de comer el helado por las tardes, la copa de vino por las noches.

Porque encontramos muchas mas razones para no hacer lo que sabemos que nos conviene, porque duele, incomoda, da pereza. Queremos tener todos los beneficios de las cosas buenas, sin hacerlas.

A mí me motiva el dolor. El de no querer disgustarme en el espejo, el de no querer estar como mi mamá tan deteriorada cuando murió, el de la vocecita insistente que me levanta y empuja, aún venciendo mi desidia. Confieso que yo pasaría leyendo acostada todo el día y podría ser feliz. Pero no útil. Ni estaría bien.

Al final me mueve mi propia voluntad y aprovecho porque no sé cuánto tiempo ésta sea lo suficiente.

Las fuentes de Versalles

Pusieron en Netflix una serie acerca de Versalles y cómo Luis XIV decide construirla. No está lejos de ser una novela con intrigas y pasiones y amantes. Producida con un sentido estético bello, obvio deja del lado la peste de la gente sin bañarse, las pulgas en la ropa, las ratas en las pelucas… todas esas pequeñas cosas sórdidas y asquerosas que se nos pasan por alto cuando leemos novelas de esa época.

Hoy amanecí con una fuga de agua en el jardín que elevaba un chorro cual fuente en palacio francés. A cerrar la llave de entrada y a apagar la bomba, empaquetar niños y huir hasta la llegada del plomero. Pocas cosas agradezco más que el agua corriente, los artículos de higiene personal y los antibióticos en esta era moderna. Me parece mentira que no todo el mundo tenga acceso a esos adelantos básicos.

Me fascina la época de Luis XIV, pero para verla delejos. Con un vaso de agua pura al lado y luz para leer. Los jardines y el poder deben haber sido gloriosos, pero pocas cosas le ganan a un inodoro que funciona.

Ya vino el plomero y espero poder conectar hoy mismoel agua.

No quiero soltar

Soy abogada. Al menos eso estudié. Tengo dos hijos menores de edad. El mayor de 10 años. Y no había hecho testamento. Detestable eso. Ni idea por qué, porque morirme no me molesta. Tal vez dejar a los bichos pequeños sí.

Dejamos cosas desagradables pendientes de hacer. Como si el olvido las fuera a terminar. O a desaparecer. Y no. Las cosas no se van, no se finalizan solas, no nos dejan. Hasta que nosotros mismos las hacemos.

No siempre lo dejamos de hacer por desagrado. A veces lo inconcluso es el último eslabón de algo que se esfuma, como no ponerle lápida a la tumba de mis papás porque no los he terminado se soltar. Somos complejos. Ni siquiera entender las conductas irracionales las elimina. El cerebro sólo nos da el panorama del curso que nos hace tomar el corazón. Supongo que algo es algo.

Hacerse la bestia es reconfortante, igual que meter la cabeza entre las sábanas para esconderse. No soluciona nada, pero se siente como si sí lo hiciera. Hasta que ya no basta y hay que sentarse a escribir con quién se quedarían los niños si no estuviéramos. Espero no tener que hacer la prueba.

Dos hijos únicos

Soy hija única. No es ni bueno ni malo, sólo es lo único que conozco. Yo sí quise tener más de un hijo. Cuatro, de preferencia. Tengo dos porque es lo único para lo que me dio el cuerpo. Está bien. Uno en cada mano. Generalmente somos los tres juntos en todo. Hasta el karate lo hacemos juntos. Tele, juntos, comidas, juntos, cuentos de noche, juntos, canciones de cuna…

No entiendo bien cómo es la dinámica entre hermanos, pero sé que me gusta que estos dos tengan a alguien de su grupo etario con quien compartir la intimidad de una crianza. Aunque sea sólo para quejarse juntos de mí. Pero sí entiendo la necesidad de pasar un momento a solas con los papás, de sentir que toda la atención es de uno.

Eso hice este fin de semana. El sábado con la niña y hoy con el niño. La dinámica es totalmente diferente, se relajan, se puede ser más tranquilo, más cariñoso, más juguetón. Comimos rico, paseamos y regresamos con un pedacito de recuerdo que es sólo nuestro. Bonito eso. Restaurador. Espero que les siga gustando hacerlo por mucho tiempo.

Las relaciones en las casas son esa mezcla extraña de poder y control y soltar para tener independencia. Espero que, cuando sean grandes, tengan más presentes los momentos en los que simplemente nos hicimos compañía y comimos un helado viendo perros que no son nuestros pasar.

En tus ojos

Quisiera ver con tus ojos

la noche fría cuando sales

el mar inmenso que te llama

el árbol que usas de sombrill.

Las cosas desde donde estás

cómo te fijas en sus bordes

los colores que se te prenden en las retinas

la forma que distingues como frontera.

Sobre todo quisiera usar tus ojos

para verme como tú lo haces

descubrirme en dónde está el lugar

que te vuelve a llamar a mi lado.

Los días entre días

Hay rutinas diarias que no se cambian como la hora de comidas y la de dormir. Otras que van en ciclos más largos, como semestres y vacaciones. Pero todo lleva un ritmo. A veces no lo podemos ver, porque los movimientos son más largos y no siempre entendemos ese flujo.

Todo tiene orden, aunque no todo regresa. Nuestras propias vidas tienen un arco que termina en el mismo lugar, siempre. A veces repetimos círculos que nos son nocivos porque no sabemos cómo cerrarlos. Otros nos ayudan a avanzar porque nos dejan movernos en campos que conocemos.

A mí me cuesta mucho salirme de los lugares que ya habito. Como si no hubiera pasado suficientes cambios como para saber que no pasa nada. Aunque pase todo.

Ahora mismo, los niños están de vacaciones y se me cambia la rutina de la casa. Pero hago otra que se ajuste a las nuevas circunstancias. Y así todos contentos. O, al menos, ordenados. Mi mayor logro en estos días es que se bañen. Casi siempre tengo éxito. Y sí se van a dormir a la misma hora.

Nadar en vez de llorar

Me lastimé la cadera izquierda haciendo tonteras en el karate. Caí con la rodilla doblada, mi peso y el del Shihan enteros sobre la cadera. Tronó como el cartílago de un pollo al que le quitan la pata. Y todavía no sé si me dolió o no. Porque en el dojo no se llora. Al menos yo. Me fui a nadar en agua salada que es mi sustituto de las lágrimas.

Porque duele. Todo duele. La cadera. Las noticias. La impotencia. La ineptitud. La corrupción. Duele estar aquí y duele estar allá. Llorar no sirve de nada pero es de lo único que dan ganas. Entonces mejor nadar.

Y ayudar. En lo que sea que uno pueda. Aunque sea poco.

No me duele la cadera tanto como no poder hacer mucho.

El dolor del desplazamiento

Ayer pasamos de hacer bromas a afligirnos en menos de 12 horas. De nuevo, nos sentimos impotentes porque no hay deseo humano que pare la ola de lava y arena y ceniza que se tragó pueblos enteros.

Hoy van a haber miles de personas que despertaron en un lugar que no es su casa y que no saben si alguna vez van a volver.

Somos impotentes para detener a la naturaleza. Pero no para ayudar. En todo el país se han habilitado centros de acopio de víveres y otros artículos. Allí es donde podemos hacer algo.

El olor a churrasco

Los fines de semana, siempre invadía el ambiente el olor a churrasco. Pero nunca venía de mi casa. Resulta que “juntar fuego” es una actividad que no se le daba a mi mamá y pues, comíamos otras cosas ricas.

Ni hablar que lo hiciera mi papá. Eso no estaba entre sus atribuciones ni atributos, a pesar de ser él quien me enseñó a encender la chimenea.

Y aquí estoy, estrenando churrasquera con una parte para gas y otra para carbón. Por supuesto usé la de carbón para asar unas costillas en las que he dejado más de tres horas de mi tiempo. Porque, ¿quién quiere hacer las cosas simples cuando se pueden hacer complicadas?

Juntar fuego, hacer carne, cocinar, pasar tiempo juntos. Tal vez lo más bonito de todo eso es lo último, aunque los bichos estén cada uno por su lado. No somos una familia de estar haciéndolo todo juntos, todo el tiempo. Pero sí sabemos que estamos.

El fuego que juntamos para nuestras vidas enciende hacia dónde las llevamos. El mío es más bien frío, pero es constante y me lleva a no dejarme vencer por algo tan elemental como una churrasquera. Luego de un par de llamas, humazón, llanto y tos, el calor es constante, la carne huele a gloria y ya sólo les falta una hora.

Espero que queden tan ricas las costillas como yo me imaginaba que sabía la carne del vecino.