Me acaban de preguntar cuál es mi primer recuerdo de la infancia. Y mis recuerdos más tempranos están llenos de luz y de felicidad. Me siento bien en ese entorno. Por lo menos la base de mi vida parece haber transcurrido en un entorno positivo. Es reconfortante saber que tengo lugares bonitos a dónde irme a encontrar dentro de mi mente.
Por supuesto que uno escarba un poco más y salen todos esos rincones oscuros y solitarios que agrian el carácter, apagan la mirada y complican la existencia. Se llama vivir y es lo que toca.
Como humanos estamos diseñados para fijarnos tanto en lo negativo, que son las conexiones neuronales más fáciles de hacer. Claro, si tenemos que salir al bosque, es mejor suponer que hay osos y prepararse, aún cuando las posibilidades de que nos coma uno sean mínimas. Lo contrario es confiar que no hay, no llevar nada y servir de plato fuerte.
Pero no se puede ir por la vida con salud emocional sólo fijándonos en lo malo. Imposible. Es agotador, enferma físicamente, somos menos de lo que podemos ser. Por eso hay que encontrar cómo llenar nuestras cuotas de felicidad. Los amigos, los abrazos a los hijos, el arte y la belleza. Todos esos lugares que nos recuerdan que el sol brilla dentro de nosotros y que iluminamos al mundo con nuestra sonrisa. Tal vez nos toca a nosotros mismos llenarle la cuota a alguien más. Y eso también es hermoso.