Mi corazoncito estresado me pide estabilidad. Me gustan los horarios que no cambian, los planes que se ejecutan, los movimientos repetidos. Mi cerebro inquieto me obliga a buscar variedad, le da curiosidad todo lo nuevo, le cuesta quedarse quiero en una sola idea. Ambos se turnan su imperio y me mantengo entre momentos planificados y emociones nuevas. Todo funciona casi siempre bien. El problema son los momentos álgidos que se salen del «casi». La marea se sale de la línea, el volcán erupciona, el tapete se me mueve.
Nosotros los humanos somos parte de esa danza que tiene la naturaleza: está en constante cambio buscando la estabilidad. Queremos tener segura nuestra supervivencia y nuestro alrededor nos hace adaptarnos todo el tiempo para mantenernos tranquilos.
Las relaciones, sobre todo las de pareja, son en donde mejor se mira esta contradicción: queremos sentirnos siempre bien con alguien que siempre está cambiando. Y nosotros mismos también fluctuamos. Pero, si se logra cabalgar la ola de la crisis, la calma que se obtiene al final es mucho más agradable que la que se tenía antes.
Estar consciente de qué es diferente a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos. Tal vez así se pueden tener esos pequeños momentos de paz que nos llenan de energía para sobrevivir el siguiente terremoto.
Algo así estoy ahora: un poco mareada por la sacudida, pero feliz por todo lo nuevo que me puede dar paz.