Evolucionar las tradiciones

En la casa siempre pasamos juntos los fines de semana. Somos un núcleo de cuatro súper unidos y no necesitamos meter más gente a la dinámica. Por lo menos no por ahora. Tenemos pequeñas tradiciones, como hablar de lo bueno de nuestros días, hacer «family meetings» semanales, ver la NFL cuando es temporada.

Las tradiciones, privadas y públicas, nos refuerzan una pertenencia a lugares y personas. Nada como comer siempre lo mismo en fechas especiales para atravesar el portal que nos mete en un sentimiento especial.

Lo divertido es que, por mucho que lo intentemos, hasta los rituales más viejos sufren transformaciones para seguir vigentes. Hacer algo repetitivamente sin conocer el sentido que le dio a luz, sólo garantiza la muerte de la magia inicial.

Las costumbres, convenciones sociales, instituciones, tradiciones, todo tiene que cambiar para conservar la esencia que cuidan. En nuestro caso en particular, lo que queremos es que los pulgos pasen felices sus fines de semana, que se sientan queridos y que sepan que somos una familia. Ahorita, eso lo logramos entre los cuatro. Probablemente en un futuro cercano, eso incluya amigos. Y, casi de cierto, después vendrán los agregados permanentes. Y también lograremos hacer tradiciones de eso.

El momento

de soltarse el pelo, soltar lo rígido, soltar el miedo, soltar la risa, soltar la mirada, soltar el dolor…

soltar lo malo para que se vaya y soltar lo bueno para que crezca…

soltar la tierra un rato, para que el aire me suelte a mí…

y, entre soltarlo todo, no tener nada más a qué aferrarme, que a mí misma.

De haberlo sabido…

Haber leído cuanto libro de maternidad tenía a mi alcance, jamás me preparó para la primera noche de desvelo en la que el niño reflujoso no dejó de llorar. Toda la noche dándole de mamar, cargándolo, cambiándolo y sintiéndome completamente incompetente. Toda la noche.

Hay cosas que se logran aprender de la teoría, como sumar, leer y así. Pero ni a bailar llega uno sólo con verlo de lejos y «saberse» todos los pasos. Sumergirnos en la práctica de las cosas le da vida a lo que sólo son ideas. Muchas veces resulta que todo lo que teníamos listo, se va por la ventana cuando ya estamos enmedio del asunto en cuestión.

La planificación, la preparación, la expectativa nos llevan hasta donde nos toca tomar de la mano a la experiencia. Y ella sí no se anda con miramientos. Por eso, tal vez, es que me gusta tanto la etapa previa, donde todavía tengo un poco de control.

No hay imaginación suficiente que informe cómo es criar a un hijo. Todo lo todo que implica, desde esas noches inexplicables en vela, hasta muchachitos malvados en el bus. Me ha tocado responder preguntas que jamás se me hubieran ocurrido, sentir emociones más fuertes de lo que me creía capaz, estar segura que por algún lado algo estoy haciendo mal.

Sinceramente, no lo había dimensionado. Y estoy convencida que no tengo ni idea de lo que me espera. Pero, aún sabiendo eso ahora, lo volvería a hacer.

Las mejores conversaciones

Si no lo han notado, soy mandona. O por lo menos eso parezco. Lo divertido es que, mandar, mandar, sólo le doy órdenes a mis hijos. Con el resto del universo, lo que hago es sugerencias directas, pueden o no seguirlas, me tiene sin cuidado. Sigo sin entender en qué momento nos quedamos sin la capacidad de aceptar conversaciones directas.

Es cierto que las redes sociales de caracteres limitados dan muy poco espacio para sutilezas, colores de tonos y demás facilidades del lenguaje. Poco se puede hacer en un tuit más que una invitación. Pero no es como que en un uno a uno yo haga demasiado esfuerzo por echarle betún a mis palabras.

Me he topado muy raras veces con alguien que se siente frente a mí y me pregunte claramente qué es lo que quiero. Es refrescante y bonito y tranquilizador. Pero entiendo que no se puede navegar así por la vida, porque mi tono, mis palabras y mi lenguaje corporal son un poco intensos y no sirven para todos los días.

Lo fantástico es que la gente que me conoce de cerca, ésa que come conmigo seguido, me ve que puedo estar callada y tiene idea que hay alguna medida de suavidad dentro de la coraza, ésa simplemente me ignora cuando me paso de comandante. Lo cuál está perfecto. La única persona que me tiene que hacer caso (a parte de mis hijos) soy yo.

Vaciar el cerebro

Nunca me había costado tanto meterle contenido nuevo a mi cabeza. No puedo concentrarme para leer, escuchar podcasts se me hace cansado y conversar me aturde. Estoy demasiado llena de mis propias ideas y éstas no están dejando entrar nada más. El problema es que tampoco las estoy pudiendo sacar, ni de palabra, ni por escrito. Es como si tuviera una olla de presión que todavía no ha llegado a la temperatura adecuada.

Puede que sea la edad, esa frontera entre la juventud manifiesta y una madurez más evidente. Todavía con la piel lo suficientemente fresca como para aparentar menos edad, lo vivido ya se me mira alrededor de los ojos. Puede que sea el impasse en el que seguimos con la remodelación de la casa, esa licencia que no nos dan simplemente por fregar y no podemos terminar de construir un segundo nivel y que me deja con las cosas a medias. Puede que sea la rutina de mis días llenos de muchas cosas y pocos momentos de quietud.

Lo cierto es que algo se me está cocinando entre las orejas y no sé todavía cuál vaya a ser el resultado. Lo que tengo por seguro es que debo estar atenta al pitillo que me avise cuando esté listo. No quiero arriesgarme a que se me chamusque la materia gris.

Perderse en la emoción

¡Regresó Tom Brady luego de una suspensión basura de cuatro juegos! Me he gozado el partido, a tal punto que me compré una t-shirt de Darth Vader con toda la ironía del mundo. Generalmente me cuesta ver los juegos de los Patriots, porque me pongo demasiado nerviosa. Hasta ahorita he gritado como loca y mis hijos se han divertido de lo lindo.

Es muy raro que yo me deje ir por alguna emoción fuerte que me saque de mi compostura. Regresamos al tema del control y de cómo me siento más segura en una línea plana.

La mesura es una buena cualidad en general. Cuando se está negociando algo en nombre de algún cliente, creerse que algo es personal es una tontera. Tomarse a pecho algún comentario en redes sociales es una excelente manera de amargarse. Y no poder controlar las reacciones emocionales nos convierte en personas inestables y difíciles de aguantar.

Pero hay momentos para dejarse ir, soltar el pelo, levantar la voz y sacar la emoción. Hay un cierto poder en abrirle la puerta a un grito, en soltar la carcajada, en derramar una lágrima. Las emociones nos dan algunas pinceladas de carácter que nos completan y nos vuelven más humanos.

Yo me dejo ir cuando veo partidos de los Patriots, para el deleite de mis hijos y la diversión sorprendida de mi marido. ¡Go Pats!

La mejor ilusión

Hay cierto tipo de actividades que me hacen creer que tengo control sobre mi entorno. Nado y siento que vuelo sobre el agua. Hago una kata y me imagino que mi cuerpo obedece la orden que le estoy dando para quedar en la posición correcta. Levanto pesas y me satisface el numerito cada vez mayor que logro mover. En todo eso tengo resultados concretos de mis esfuerzos personales. Es maravilloso. Hasta que llega el día que no hay sol, llueve, no me puedo meter a la piscina, o, peor aún, me canso antes de la tercera vuelta. O no se me queda ni con trampa qué pie tengo que mover hacia dónde en la kata nueva. O, simplemente no me da el músculo para levantar ni una sola repetición más.

Nuestros cuerpos nos hacen creer que los controlamos. También nuestras mentes. A veces no hay nada más alejado de la realidad. Para mejor muestra el estribillo de la canción que apenas nos sabemos que se nos queda trabado en el circuito auditivo y no hay forma de sacar. O la tristeza que se anida en nuestro corazón cuando revisamos fotos de niña y vemos a una mamá ausente. O un antojo de donas que nada tiene que ver con la vida sana que llevamos.

Tenemos una ligera y vana ilusión del control que ejercemos a nuestro alrededor. Creo que no podríamos vivir sin ella. Pero, si pretendemos que podemos guiar todo lo todo que nos rodea, podemos caer en enfermedades mentales graves. Tal vez, y es lo que estoy tratando de aprender, se trata simplemente de tomar lo que tenemos a nuestro alcance y hacer con ello lo que creemos más conveniente.

Viscoso como ámbar

Mi mamá tenía unos aretes de ámbar con un mosquito atrapado. Igual que el mosquito de Jurassic Park al que le sacaron la sangre del dinosaurio, pero en chiquito. Me encantaban. Se los robaron.

Hay cosas que se quedan así, en suspenso en nuestra memoria: el sabor de una comida especial que nos preparaban de pequeños, la sensación del primer beso con frenos y todo, el dolor del parto de los niños y la dulzura de de sus pieles recién estrenadas. Guardamos esos momentos entre la resina de nuestra memoria y los mantenemos quietecitos para sacarlos cuando los queremos admirar.

Entre muchos de los recientes descubrimientos de cómo funciona realmente nuestro cerebro, resulta que cada vez que «sacamos» un recuerdo y lo examinamos, lo cambiamos efectivamente. Pareciera que somos incapaces de interactuar con nada, ni siquiera algo que ya sucedió, sin manipularlo. Así, tal vez el pastel que siento que me llena la boca con el sabor de los años pasados, no era tan rico como quisiera creer. Ni el parto fue tan traumático. Ni ese beso fue tan malo (aunque eso sí lo dudo, fue fatal).

Nuestra vida entera está hecha para cambiar. Por muy seguramente que nos guardemos, la misma sustancia en la que nos movemos es viscosa, tiene movimiento y, si no nos montamos y la dirigimos un poco, nos arrastra. Hasta los mosquitos de los aretes de mi mamá cambiaron de lugar. Deseo fervientemente que, quien los tenga, no trate de clonar a un T-Rex.

Darse a conocer

Eso de tener hasta diferente idioma para comunicarme con mis hijos, me pone inmediatamente en situación de comportarme de forma distinta con ellos. Y menos mal, dudo que tendría muchos amigos si los estuviera taloneando como hago con los peques. O que tuviera mucho éxito educativo con los niños si los molestara como hago con mis cuates.

Nos comportamos distinto en diferentes situaciones. Eso es un hecho. Lo cuál no es lo mismo que decir que seamos personas diferentes, con diferentes valores. Los modales, el vocabulario, el nivel de relajación y de familiaridad, eso es lo que necesariamente cambia. Y eso hace que no todo el mundo nos conozca hasta lo más profundo. Todavía hay algo más profundo: a veces necesitamos de alguien que nos sepa todas las mañas para poder reconocernos a nosotros mismos, porque hay cosas que nos gusta ocultarnos.

Dejarse conocer no es sencillo. Porque no todo lo propio nos gusta y es mucho más fácil que sólo le miren lo bonito a uno en dosis cortas y superficiales. Pero permitir que alguien se zambulla de cabeza en nosotros y llegue hasta nuestro verdadero fondo y que el resultado sea alguien que regresa con la mirada clara, una sonrisa y ganas de estar con uno, para eso existe la felicidad.

Que lo conozcan a uno y lo quieran así, es de las pocas cosas externas que aportan un verdadero bienestar. A mí me da pánico y el único valiente que lo ha hecho, ha sido lo suficientemente cauteloso como para acercarse de a poquito y sin que me dé mucha cuenta. Y es por eso que caminamos bien juntos.