Fue un septiembre del año 2014 cuando decidimos que sería buena idea dejar de comer granos y azúcar y leguminosas y edulcorantes artificiales. Por lo menos durante tres semanas. No fue difícil, porque habíamos pasado ocho días de viaje sin restricción alguna y estábamos un poco estragados.
Siempre he dicho que mi motivación principal para hacer ejercicio y comer «bien» es la vanidad. Aunque eso no deja de ser cierto, la razón más profunda y que verdaderamente me mueve es que los dos pulgos que tengo sentados enfrente en este momento, no me miren tan deteriorada como vi yo a mi mamá. Entonces me esfuerzo. Cambié por completo mis gustos alimenticios. Dejé de tomar coca, que me gustaba tantísimo. El poco gusto por lo dulce que me queda lo mato con chocolate amargo. Y ya ni eso me fascina.
Así se va dando uno cuenta poco a poco de todo eso que le «gusta», de lo que no puede dejar por nada y que resulta que ni es tan rico, ni fue tan difícil no volver a probar. Esa relación que sólo nos abre la misma llaga todos los días. El gasto en cosas innecesarias que llena algún pequeño vacío. El mal humor que nos escuda de nuestras verdaderas emociones.
El problema es que uno le agarra cariñito a las cosas que le hacen daño. Como a todo lo que uno recibe con frecuencia. Entender que la cotidianidad y costumbre no son sinónimos de beneficio, toma un resto de autoanálisis. Y ése duele.
Sobre todo porque uno se da cuenta que siempre hay algo que se puede hacer mejor. Algo malo que uno debe dejar. Un mal hábito que hay que terminar. O una forma de comer mejor. Como ahora. Que resulta que es bueno hacer ayuno durante por lo menos tres días. No he llegado ni a medio y ya estoy que me como la computadora.