Torturas necesarias

Me están haciendo los pies. Detesto que me hagan los pies. Tengo los deditos igual que los de Pedro Picapiedra, gordos y cuadrados. Yo me los dejaría en paz para siempre, sin tocármelos jamás. Pero me molestan para correr y, lo admito, me encanta tener pintadas las uñas.

Hay tantas cosas en la vida que uno tiene qué hacer para estar bien (o, al menos, mejor), que caen mal. Como bajarle al egocentrismo un par de rayitas. Tener conversaciones difíciles pero necesarias. Ejercitar la mente. Fijarse en todos esos defectos que le salen a uno si uno no los está limando constantemente.

Porque es muy fácil entrar en el modo «yo así soy y que me quiera el que me quiera». Pero no es tan sencillo. O, pues, sí lo es si a uno no le importa ser odioso. Pero si uno convive con gente que quiere, hace el esfuerzo por bajarle al ácido.

Lo malo es que uno no siempre se da cuenta de cómo está. O no quiere darse. Para eso sirve tener gente alrededor que lo quiera a uno lo suficiente como para halarle las orejas. Aunque duela y se sienta feo y dé vergüenza.

Yo tengo la dicha de contar con amigas que me llaman al orden. Las quiero y les agradezco profundamente que me traten con el suficiente aprecio como para decirme que no me aguantan. Duele, pero se le hace ganas. Porque las quiero de vuelta y no quiero que se vayan.

Mientras me arreglo internamente, también me tengas qué arreglar lo de fuera. Aunque deteste venir a que me hagan los pies.

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