Detesto llorar. Lo aborrezco. Me parece inútil, un acto de debilidad, una demostración de fracaso. He dicho miles de veces que tengo el corazón frío, duro y pequeño. Que no lloro.
Y heme aquí, con lo que sólo puedo justificar como un desbalance hormonal causado por mi ya avanzada edad media, llorando por todo. Que si la niña me dio un abrazo. Que si el niño me dijo que me quería. Que si me recuerdo de algo triste. Que si me recuerdo de algo alegre. Que si no me recuerdo de nada. Alguien abrió las compuertas de un mardito dique que no he logrado cerrar. Me brota agua salada de los ojos y se me rebalsa y termino mojando hasta el piso.
La sensibilidad es una parte de experimentar el mundo a nuestro alrededor que nos amplía la gama de emociones. Podemos sentir profundamente la alegría, la emoción, el amor, todo eso bonito. Y también nos tocan más profundo las tristezas, las nostalgias, las ausencias.
Resulta que todo eso es parte de ser humanos emocionales. Que está bien. Reprimir emociones enferma, nos hace distantes, nos borra la empatía. Nos hace menos abiertos a vivir.
No se puede pasar como zombie, sólo porque uno no quiere sentir dolor. No querer llorar para no demostrar una supuesta debilidad sólo nos socaba por dentro y nos deja vacíos.
Tal vez había acumulado años de lágrimas y la tormenta ya fue imposible de seguir deteniendo. Espero que, luego de este derroche de fluidos, también salga más brillante el sol.