Ya puse las alarmas de mañana. Luego de dos semanas de tenerlas desconectadas, de no poder correr, de no poder nadar, de gozarme a los niños como pocas veces, de sol, agua, trajes de baño, mar, club, amigos, comida extra, vino extra… Benditas sean las alarmas, aunque me suenen a las 4:30.
Nos movemos generalmente entre una necesidad de estructura y un deseo de libertad. Ambas cosas en exceso son imposibles de llevar por mucho tiempo. O nos da un ataque de ansiedad por no sentir que hay un orden en nuestras vidas, o nos sentimos aplastados por la rutina que nos embrutece.
Tenemos épocas en que preferimos una o la otra. Mi inclinación es hacia el orden, un método. Pero he aprendido a apreciar el no saber exactamente qué va a pasar en un día de viaje, por ejemplo y decidir según la gana que se tenga. No siempre es necesario sacarle lustre al pavimento de donde uno está. Se puede perfectamente vegetar en una hamaca y ni siquiera terminar el libro que se llevaba preparado.
Pero qué rico poner las alarmas. Estar en casa y regresar a los niños a acostarse a sus horas. Moverme en mis espacios y saber que mañana hago pesas y yoga y voy al súper. El descanso me sirvió para poder venir a sentarme hoy y escribir cuatro entradas diferentes. La rutina me mantiene escribiendo todos los días. Ambos son buenos.