Me gustan los gatos. Llegan cuando quieren, se dejan acariciar, son peligrosos, se les puede soltar y no se mueren de hambre. Como animal de compañía, son retadores. El gato no se entrega, se gana. Y está bien. Pero ahora también tengo un perro y eso es otro rollo.
Los perros son compañeros del humano casi desde el mismo momento en que los hombres aprendimos a hablar. La evolución de las dos especies está inextricablemente ligada y es probable que ninguno sería igual sin el otro. Hay una compenetración singular y la forma en que estos animales responden a su manada humana es especial. El perro que tenemos es de la niña y no tiene ojos para nadie más. Cuando ella no está, medio se pega conmigo y encuentra algo de consuelo para no sentirse solo. Y, a pesar que sigue sin ser de mi total agrado, entiendo lo especial que puede ser la relación entre ellos dos. Está bien. Me lo aguanto. Hasta le hago cariño.
Mientras que todo se termina de ordenar en la casa, mis pobres gatos serán prisioneros de la presencia del perro. Y a mí me podrá gustar el animalito, pero sigo prefiriendo los gatos. Son más interesantes.