Mañas

Duermo sin calcetas. Bueno, en realidad duermo sin ropa, pero es porque leímos en alguna parte que eso acelera el metabolismo y lo mantiene a uno más fácilmente delgado y que da menos frío porque se regula la temperatura y un montón de cosas más. Eso lo puedo hacer en la comodidad de mi cuarto, pero cuando salimos con los peques de viaje, se me complica el asunto. Y no puedo dormir. Como si lo de dormir en bolas fuera cosa de toda la vida y no de los últimos seis meses.

Con el paso de los años, uno va acumulando mañas. Para comer. Para dormir. Para hablar. Unas se quedan para siempre. Otras van cambiando y resulta que lo que le fascinaba a uno comer de pequeño, no puede ni probarlo de grande y al revés. Supongo que es parte de afianzar lo que nos define a nosotros mismos. Es fácil asir la personalidad propia a pequeñas cosas muy puntuales que nos diferencian de otros. Por algo decimos que nos somos repetibles, aunque encontremos a personas muy parecidas.

Creo que nada de eso es malo. Se vuelve en algo negativo cuando una maña no nos permite disfrutar de lo que tenemos alrededor. Cuando, si el huevo no viene en el exacto punto que nos gusta, no podemos comer y nos arruinamos el desayuno. Las preferencias nos alegran la existencia. No deberían amargárnoslas. Porque nunca nada es siempre como lo queremos. Y nadie tiene obligación de estar cumpliéndonos todas nuestras pequeñas necesidades ficticias.

Así que, si estoy en mi casa, duermo sin ropa. Si no, me conseguí unas pishamas de Mafalda geniales que hasta con gusto me pongo. Aunque no duerma tan bien.

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