Si algo me he dado cuenta es que puedo hablar mucho acerca de mí misma, pero muy poco acerca de mis sentimientos. Pídanme que les dé mi opinión acerca de cualquier tema, que les cuente una anécdota, que escriba un blog de lo que pienso todos los días durante los últimos tres años y, pues… Aquí estamos, ¿no? Pero, invariablemente, si alguno me pregunta cómo estoy, la respuesta va a ser bien. Aunque esté deshecha por dentro.
Parte del crecimiento emocional que se les trata de transmitir a los niños desde pequeños es que aprendan a identificar sus emociones y les pongan nombre. En los ejercicios se les pide que se fijen en qué parte del cuerpo sienten una emoción fuerte: enojo en dolor de cabeza, miedo o ansiedad en el estómago, felicidad en el corazón y así. Poder decir qué sienten los hace dueños de sí mismos y ayuda a lidiar con situaciones difíciles.
Parte de lo que uno debe aprender de adulto es a no desvalidar las emociones «negativas». Decirle a un niño «no te enojes», es abrir la puerta a cualquier tipo de represión e inhabilidad para expresarse sanamente. Sentirse mal no es malo. Es lo que uno hace con ese sentimiento, cómo lo externaliza, lo que sí puede tener consecuencias adversas. El niño puede estar muy enojado, decirlo, llorar de la rabia, pero no tiene derecho a pegarle a la hermanita, ni a tirar cosas, ni a insultar a la mamá.
Estoy aprendiendo a aceptar mis momentos no perfectos. Es más, no existen momentos perfectos. Todo el tiempo se viven sentimientos encontrados. No es malo estar triste. Es cierto que no pretendo pasar toda la vida como el burrito en Winnie the Pooh que parecía llevar una nube de lluvia encima de la cabeza todo el tiempo. Sólo que, tal vez alguna vez, pueda responder «No estoy bien, pero ya voy a estarlo», cuando me pregunten.