Se supone que uno habla para comunicarse. Al menos ese es el origen del lenguaje. ¿O no? Nos sorprende que animales «evolucionados» tengan formas de comunicación complejas. A mí a veces me sorprende que nosotros de seres humanos nos lleguemos a entender del todo.
Le metemos tanta carga emocional a cada palabra que decimos, muchas veces completamente personal, que no siempre logramos conectar significados.
Yo tiendo a hablar en ideas tan cortas y con tan pocas palabras, que muy pocas veces se me entiende por completo lo que quiero decir. Llego con toda una línea de pensamientos puestos uno detrás del otro y sólo enseño el último. Me acaban de decir que muchas veces es como que hubiera un fogonazo en un túnel largo y oscuro. Por eso me expreso mucho mejor por escrito, porque me obligo a desarrollar las ideas.
El problema es que a mis hijos no les puedo escribir todo el tiempo. Ni a mis amigas. Y eso me lleva a ser insoportable la mayor parte del tiempo que no me fijo bien cómo estoy hablando. Y menos el tono de voz. Allí nos metemos a otro tipo de problemas, porque, si me cuesta explicar mis pensamientos con palabras, modular el tono seco con que me expreso me llega hasta a agotar.
Pero todo eso no es excusa para no hacerlo. Porque al final del día, quiero comunicarme, no quedarme sola. Y por eso me regreso a fijarme cómo y qué estoy diciendo. De nada sirve tener boca para hablar, si nadie me entiende.