Ser papás de hijos pequeños implica que, la mayoría de veces que uno va al cine, mira películas para niños. Son las siestas más caras que paga uno. Y, casi siempre en la única parte emocionante de la historia, hay un «tengo qué ir al baño», seguido de una carrera precaria entre piernas de compañeros de tortura y gradas oscuras y corredores que parecen alargarse.
Pero los niños miran las historias una y otra vez y se vuelven a asustar, a poner felices, a echarle porras a los buenos. A pesar de saber qué viene después. O tal vez precisamente por eso.
Con el paso del tiempo uno pierde en mucho su capacidad de sentir emociones fácilmente. O tal vez lo reprime. Porque nos da vergüenza. O pereza. O sentimos que ya no nos corresponde. Es cierto que la emoción que tenemos con nuestras primeras veces es especial. Pero tal vez hemos estado enfocándonos en algo equivocado. No es que no volvamos a sentir esa emoción de la primera vez. Es que la volvemos a sentir y ya nos es familiar.
Si nos dejamos ir y nos damos permiso de emocionarnos, sin importar que ya conozcamos el final de la historia, recuperamos una parte de nosotros que matamos cuando crecemos.
Ver películas al lado de mi hija y abrazarla fuerte en los pedazos que le dan miedo, me ayuda a emocionarme a mí también. Y me disfruto más la película, aunque me la sepa de memoria. Espero poder hacer eso con el resto de mi vida.