Ponerse en Vitrina

Dicen que a uno le molestan cosas propias cuando le caen mal otras personas. Yo no estoy del todo de acuerdo: cosas como la patanería y la hipocresía son defectos que me repugnan y ninguna me aplica, por lo menos eso espero. Pero no deja de haber algo de realidad en ese dicho. De alguna forma nos vemos reflejados en las personas con las que interactuamos.

Enseñarse al mundo, de cualquier forma, es exponerse al escrutinio. Queremos compartir alguna parte de nuestra vida y nos ponemos bajo un vidrio. Y allí está la magia: el cristal en una vitrina sirve tanto para ver hacia dentro, como para revisar nuestro reflejo.

Por eso hay que enojarse muy poco, o nada, de lo que opinan extraños acerca nuestro. Muchas veces lo que perciben son sus propias ideas rebotadas en nosotros. Es lo lógico. Percibimos el mundo a través del filtro de nuestras experiencias.

Así es que, la próxima vez que me caiga mal alguien gritón, que habla mucho y le gusta llamar la atención, voy a quedarme calladita.

La Batalla de las Siestas

De verdad espero que cuando sea grande, mi hija sea tan difícil de llevar a la cama como cuando quiero que haga una siesta. ¡Qué gana de pelear contra dormir! Las ojeras le llegan hasta la barbilla, los ojos se le traban, se pone insoportable, pero no. Pareciera que le estuviera ofreciendo comer arena.

Entonces le digo que tal vez, si se está muy quietecita, uno de los dos gatos al fin se va acostar sobre ella. La paz le dura cinco segundos. Luego la pongo a escoger el ruido de fondo (lluvia, viento, fuego, truenos). Nos acomodamos, alega, la abrazo, alega, le hago cariñito, alega. Y alega. Y alega. Hasta que, a media alegada, ronca. Así. No hay transición. Y yo me quedo con un nudo de piernitas y bracitos sin poder moverme hasta que a la bella durmiente se le da la regalada gana despertarse. Cuatro horas después.

Podría (y lo he hecho) sentir que estoy desperdiciando tiempo valioso que estaría mejor empleado en otra cosa. Revisar correos de clientes, hacer capas de Batman, organizar eventos de Rotarios, escribir… Muchas cosas parecieran más «importantes» que estar acostada sin siquiera poder dormir, esperando que una peluda abra los ojos.

Y luego siento el peso de una piernita y un bracito. Y huelo el aroma de su cabeza en mi hombro. Y oigo el dulce retumbo de sus nada delicados ronquidos. Y no hay nada más importante en ese momento que servirle de almohada y calentador y rocola y protectora.

Es por eso que mañana también voy a luchar la batalla de las siestas. No siempre salgo victoriosa, pero siempre vale la pena intentarlo.

Pintar con Palabras

Durante el almuerzo me balanceo entre el deseo de escuchar aventuras de colegio y la necesidad de apurar a los niños para que terminen rápido. Mientras uno habla, el otro come, cuando me va bien. Y, entre recordatorios del uso correcto de cubiertos, respeto de espacios personales y ¡por favor no hables con la boca llena!, también se dan lecciones de comunicación. Los niños parecieran venir con un stock de efectos especiales auditivos. La mitad de las descripciones son «Bum, crash, piuj, piuj…», acompañadas de dedos que dan vueltas, palmas que chocan, puños que somantan.

Yo soy fanática del lenguaje. Creo que es la herramienta que verdaderamente nos distingue de los demás seres vivientes. Nos permite hacer tangibles cosas que sólo existen en el éter de nuestros cerebros. Les damos forma a los sentimientos, color a las emociones, sustancia a las ideas. Quitarle la voz (en sentido esotérico) a una persona, su capacidad de expresarse, es quitarle mucha de su pertenencia al mundo. Enseñarle a alguien a traducir su mundo interior a un medio de expresión que pueda compartir con los demás es abrirle paso para cumplir con sus sueños.

La manipulación del lenguaje, torcer conceptos comunes para que signifiquen algo diferente de lo usual, es casi un crimen. Es un engaño solapado que causa más conflictos que muchos insultos. Tratar de dialogar con alguien que le da un sentido distinto a la misma palabra es correr cuesta arriba en el lodo bajo la lluvia arrastrando una tonelada. Descalzo.

Por eso los pobres y sufridos menores de edad de esta casa saben bien qué contestar cuando se les pregunta ¿para qué sirve el lenguaje?: «Para comunicarse.» Y guardan los efectos especiales para cuando trabajen en el cine.

El Desorden Organizado

Recuerdo la mesa de trabajo de mi mamá: más parecía una escultura moderna intentanto desafiar la gravedad de tantas cosas que tenía apiladas. Pero ella decía que podía meter la mano entre el relajo buscando un lápiz azul y ¡voilá! salía un lápiz azul. El desorden era evidente, pero el método existía. Yo heredé métodos para hacerlo todo, así venzo mi inclinación natural hacia el desastre.

Ser metódico es bueno para terminar procesos, como siempre vestirse en el mismo orden y no olvidarse de la ropa interior. Difícil hacer un pastel sin medir meticulosamente todos los ingredientes.

Pero también es peligroso dejar que el método sea más importante que el resultado final. Aprender a tener flexibilidad para salir al paso de eventos inesperados, es una cualidad que ayuda al final a conseguir lo que se quiere.

Yo funciono mejor sobre una cuadrícula, aunque me duela el cerebro tratando de meterme a curvas. Y, para evitar el desorden, hago trampas como no tener gavetas en la casa.

Las Sonrisas Peligrosas

Mi adolescencia pasó entre lágrimas: de tristeza, de enojo, de vergüenza, de «pasó la mosca». Expresar emociones a través de llorar es un poco frustrante, tanto así que ahora me es casi imposible soltarme a chillar. A lo más que llego es a que se me pongan los ojos igual que caricatura japonesa, con una capa líquida que no se rompe.

Tal vez lo peor sea llorar por enojo, porque he aprendido a igualar lágrimas con debilidad y eso quita legitimidad a las indignaciones. Y aunque resulta que las mujeres estamos hormonalmente predispuestas a accesar los ductos lacrimales más fácilmente en una emoción fuerte, yo detesto llorar y prefiero clausurar las compuertas.

Si estoy ensatanada, lo más probable es que me ponga muy callada y muy sonriente. Si me miran así por la calle, huyan. En serio. La gente puede ocultar muchas cosas detrás de los dientes expuestos: dolor, tristeza, enojo… Y así como una lágrima no equivale a sentirse mal, una sonrisa tampoco es igual a estar feliz.

Las personas somos complicadas, sobre todo si pretendemos adivinar qué le pasa a la gente que uno tiene a su alrededor. Creo que lo mejor siempre es preguntar.

Hasta que lo conocen tan bien a uno que saben lo suficiente como para pegar la carrera.

Llevar un David Adentro

Siempre me gustó esa historia de Miguel Ángel diciéndole a su David: «¡Habla!» Le habían dado un pedazote de mármol que alguien ya había comenzado a esculpir y sacó una estatua que parece pulsar. Decía que él sólo quitaba el mármol que estaba demás, que las estatuas ya estaban allí, esperando ser liberadas (parafraseo). También siempre he dicho que ha de ser espantoso llevar un David adentro. Tener algo que lo arrastra a uno a producir, a crear, que quita el hambre, el sueño, la vida, porque sólo se vive a través de su conclusión.

El mundo que conocemos existe gracias a esas personas que fueron arrastradas por sus davides personales. Esos hermanos que decidieron que sí podíamos volar como los pájaros. El primer cavernícola innombrado que replicó el milagro del fuego. Los incontables genios que nos han dado la libertad personal de las computadoras.

La pasión que abrasa y que no tiene cauce, destruye. Y aún así, es mejor morir en una pira, consumido por el fuego de una idea, que vivir con horchata en las venas. Encontrar en dónde reside la chispa de la obsesión es una de las metas de la vida. No importa cuál sea, un trabajo bien ejecutado, hecho con gusto, es una obra de arte en sí misma. Peinar a los niños por las mañanas y asegurarse que salgan con sus loncheras llenas es otra manifestación de vivir plenamente.

La vida invita a lanzarse a ella con todo. A buscar nuestro David y encontrar un trozo de mármol en dónde plasmarlo. Todos los días. Sí, tener dentro esa fuerza que arrolla es espantoso y, por supuesto, no todos somos un Miguel Ángel. Pero, si estamos vivos, no hay mejor cosa que alimentarla, sabiendo bien que muchas veces nos vamos a lastimar por el impacto. Yo no esculpo, pero escribo.

El Amor en Perfume

Mi papá olía a una mezcla de tabaco de pipa, colonia, cuero, caballos y aceite de pistola. Además me pasó una predilección por la lavanda, la cuál sigo mezclando con todo.

Mi mamá dejaba su aroma en todo: un collar de perlas, sus pañuelos, hasta en el gato que murió seis años después que ella. Lloré la muerte de ese gato con mares, porque se me fue el último lugar donde podía meter la nariz y encontrarla.

Mis hijos… Creo que lo primero que hice en cada parto fue olfatearles la cabeza. Me pueden quitar los ojos y los oídos y los reconocería por su olor. Aún es dulce y cada mañana que abro la puerta de su cuarto me acaricia una bocanada de recuerdos de leche y ser humano recién estrenado.

Luego está él: el único hombre que conozco que usaba una loción que amé y luego detesté en el primer embarazo. Guácala. Le conozco el humor por el aroma que despide. Siempre cálido, grande, dulce. Recién bañado huele a pan. Y aunque duermo a su lado, no me es suficiente y me envuelvo en la camisa que usó ese día, como un escudo contra cualquier pesadilla, para que su olor me acompañe en sueños.

El Por y el Para

Hay pocas formas tan certeras de amargarse uno la vida como preguntarse «¿por qué?» «¿Por qué llueve el día que lavo el carro?» «¿Por qué no gané el examen?» «¿Por qué murieron mis papás?»

Lanzar preguntas sin respuesta al aire es alimentar el hámster que da vueltas en nuestro cerebro. Puede que corra muy rápido dentro de su bola, pero no va a ninguna parte. Crea uno en un ente superior o no, tratar de adivinar motivos ulteriores en acontecimientos de la vida es meterse en campos esotéricos. Salvo que uno se dedique a la filosofía, dudo que esa ocupación sea satisfactoria.

A mí me ha tocado recablear neuronas y comenzar a pensar «¿para qué?» El tratar de encontrarle un sentido hacia futuro accionable a las cosas que me han pasado, me da por lo menos la ilusión de tener agencia sobre mi vida. Mi mamá no está para ver a sus nietos. No sé por qué. Mi «para» es el tener una libertad mayor para vivir la maternidad a mi manera. No es que no preferiría que estuviera criticándome, pero puedo darle un sentido a su ausencia.

La Simbiosis y la Parasitud

Una de las cosas científicas que más me ha perturbado aprender es que uno termina siendo como un 90% de bacteria cuando se muere. Nacemos sin una sola y poco a poco vamos adquiriendo flora intestinal, ácaros en la piel y otro montón de compañeros microscópicos que son indispensables para nuestra salud. Plantea cuestiones casi filosóficas de la base de nuestra identidad. Muy diferente es cuando se nos mete uno de esos parásitos que todos hemos anidado alguna vez, como las amebas, que nos hacen miserable la existencia.

Así miro yo también las relaciones. Una cosa es crecer juntos apoyándose en las fortalezas del otro, hasta el punto de funcionar muy bien como unidad. No se pierde la esencia individual, pero se trabaja mejor con el otro. Las parejas que llevan mucho tiempo de casados hasta llegan a parecerse físicamente, desarrollan atajos de comunicación y alimentan una intimidad cada vez mayor.

Otra muy diferente son las relaciones que se apoyan en la debilidad del otro. El sádico que necesita al de baja autoestima. El inseguro que necesita al distante. El celoso que necesita al promiscuo. Alimentarse de lo que más nos atormenta es como comer con una solitaria en el estómago.

Me gustaría creer que con el tiempo he logrado deshacerme de las relaciones parasíticas en mi vida. De todas formas, cada año tomo un desparasitante.

Santa Claus No Existe

Por lo menos a mi casa, no llega ese gordo panzón. Ni el conejo, ni el ratón. Los niños tampoco nacen de un repollo, ni los trae la cigüeña. El mundo ya es demasiado engañoso como para meterle pajas monumentales a los niños. Sobre todo porque después uno quiere convencerlos de cosas que no se les pueden explicar. O transmitirles creencias no demostrables.

Así como un niño es susceptible de creerle a uno cualquier cosa, así es la gente cuando la conocemos por primera vez. No teniendo punto de referencia, es más fácil que nos tenga confianza. Y es allí en donde se forjan las relaciones duraderas. El cumplir con lo que se proyecta, ya sea con apariencias, o palabras, es un regalo que se entrega y que crece con el tiempo. Pero es una planta muy delicada y es demasiado fácil quebrarla.

Por eso yo no me arriesgo. Prefiero no hacerles la «ilusión» de la Navidad, pero que me crean que tengo su mejor interés en mente cuando les digo cosas que no entienden. Igual reciben regalos.