Cuánto es Demasiado

Esas preguntas que te dejan frío: «¿Mama, por qué… (inserte cualquier fenómeno moderno tipo anuncio de condón, de llantas, de aceites para carro, de películas…)?» O, «¿Por qué no puedo ir solo al baño, si ya tengo xx (4, 5, 6, 7, 8, 9…) años?» El mundo que se descubre los colmillos y las garras cuando ves noticias de abusos, raptos, violencias. O repta entre imágenes pornográficas que le roban años a las infancias.

Sudo. Me da migraña. Se me traba la espalda. Porque tengo a mi cargo dos humanitos nuevos, de mentes limpias, a quienes tengo que acompañar a embarrarse de la cochinada que llamamos «la vida real». Y digo acompañar, porque sí vivimos en una burbuja, pero no es blindada ni opaca y estamos en sociedad.

Si les soy muy sincera, no hay forma que alguien le transmita a uno todo lo todo a lo que se mete uno cuando engendra gente. Jamás me hubiera imaginado que tendría que bailar sobre la cuerda floja de la censura. Porque, por un lado, les tengo que enseñar a que amen sus cuerpos, su naturalidad, llamen a las cosas por sus nombres. Por el otro, toca decirles que, precisamente porque sus cuerpos son hermosos, son suyos y no tienen que estarse descubriendo ante el mundo. Tener pudor sin vergüenza.

Escuché hace poco cómo Dan Savage le habló de pornografía a su hijo adolescente y quedé fascinada: «la pornografía es como el teatro japonés, es muy llamativo, pero no podemos pretender salir a la realidad y que se parezca.» También le dijo: «Mucha de la pornografía está hecha por hombres enojados y frustrados que quisieran estar con esas chicas, pero que, como ellas no les hacen el menor de los casos, les gusta ver cómo las lastiman. Tú no eres uno de esos pobres perdedores que no pueden tener chicas, ¿verdad?»

Me quedan aproximadamente 6 añitos para hablar de porno, medio para hablar de sexualidad, 5 para hablar de adolescencias. Rezo por contenerme cuando me toque poner una curita en un corazón roto y no romperle los dientes a quien lo haya causado.

¿Habrá un manual con respuestas para cada pregunta?

Compartir el Baño

Yo soy hija única. No me hagan cara sarcástica de «¡Tna! No nos habíamos dado cuenta.» Tenía mi cuarto, mi baño, mis juguetes, mis papás… Mío. Nunca nuestro. Así crecí, sin mucho de dónde opinar. Y, ni modo que para aprender a compartir, iba a meter gente extraña a mi casa. Uno crece independiente, muy celoso de su tiempo y espacio.

Luego se casa y, pues, hay un cuerpo extra en la cama (no me estoy quejando). Dos cepillos de dientes en el baño, que hay que marcar para no confundirse uno cuando los compra del mismo color. Una canasta de ropa que ya no alcanza porque hay jeans tres veces más voluminosos y, ni modo, los días antes de sacar ropa se rebalsa (aunque los días que está vacía, también hay ropa en el suelo, porque no hay hombre que no le encuentre placer a dejar la camisa sucia tirada justo al lado). Pero sigue habiendo un espacio de uno, porque cada quién usa su toalla, su lado de la cama, su silla, su taza. Sí, hay que hacer cola para la ducha (a veces), pero no es tan intrusivo.

Más tarde, cual si fuera un torbellino que aparece de pronto, a pesar de haberlo esperado durante nueve meses, se materializa el primer invasorcito. Uno se deja embaucar, porque son adorables y porque cuando se está recién parida, hay tanta oxitocina en el cuerpo que no queda más que enamorarse perdidamente de ese muñequito de trapo que ni se mueve. Después, porque a uno se le olvida todo, viene la segunda, más pequeña aún, con unos ojos que en su momento fueron morados y que me hacían perderme.

Así termino con blusas de la Princesita Sofía y demás animales de Disney ocupando la mitad de MI canasta de ropa sucia, en MI baño, que queda inundado porque al jequecito le gusta más MI ducha, para luego encontrármelo sentado en MI silla de MI escritorio.

Es la invasión de espacio más hermosa, gratificante, ruidosa y amorosa que he experimentado. Amo la forma en la que, primero el hombre, después sus hijos, arrancaron las puertas de mi pequeñito corazón y a fuerza de amarme lo han ensanchado. Eso no me quita las ganas de no compartir mi baño.

La Mala Memoria

«¡Hola! ¿Cómo has estado?» (voz entusiasta ante un saludo efusivo, esperar que el sujeto de las preguntas se haya alejado a una distancia prudente y voltearme a preguntarle a mi marido lo más discreto que puedo: «¿Cómo es que se llama?»)

Mi mente es fantástica para atesorar datos inútiles que me sirven para debatir un punto de trivia. Tengo archivos neuronales enteros repletos de imágenes y textos. Pónganme los primeros acordes de cientos de canciones y por lo menos puedo cantar el coro. Ah, pero hacer el enlace entre caras y nombres, eso no.

No puedo calificarlo de tener «mala memoria», porque, como ya lo dije, para otras cosas parezco elefante. Tampoco es falta de interés. Hay gente que me cae muy bien, pero que simplemente no archivo. Como todo, es una habilidad que hay que ejercitar y que me encantaría desarrollar.

Hay otras cosas para las que la mala memoria me es extremadamente útil. Rara vez me acuerdo de situaciones desagradables, de discusiones con seres queridos, de ofensas reales o imaginarias. Estoy segura que existe un pequeño hoyo negro en el centro de mi cerebro en donde el hámster va a tirar toda esa basura que apesta a resentimiento. La consecuencia de eso no es necesariamente que vuelva a tener la menor de las relaciones con gente que me haya hecho daño; simplemente desaparecen. Así tengo siete años de mi vida que no existen, como si hubiera pasado en coma (si tan sólo por eso no tuviera esos siete años de arrugas).

Resulta que el recordar y el olvidar, ambos, pueden ser actos voluntarios. La vida es demasiado preciosa como para abrir el cajón de la amargura. Ahora, que alguien me de la llave para quitarle cerrojo al cuarto de los nombres.

Caminar Acompañado

Criar hijos independientes es un trabajo que tiene como recompensa este tipo de respuestas de una niña de cuatro años: «Mama, tú no lo sabes todo de la vida. Yo sí.» Menos mal que iba manejando y no me pudo ver la risa que quería escaparse hasta de mis orejas.

Y es que mi mayor ilusión es, no que se me adelanten en el camino, sino que se vayan por el suyo propio. Veo mi vida como un camino que a veces recorro sola, ahora acompañada y por el que voy guiando a mis hijos hasta que puedan tomar una bifurcación.

Caminar, avanzar, progresar. Ésa es una de las metas de este mundo. El escenario a los lados lo levanta uno y la dirección es una mezcla de consecuencias de actos escogidos y circunstancias externas. Uno tiene control sobre el paso que toma y a quién acompaña o por quién se deja acompañar en el camino. El mejor regalo que se les da a los que uno tiene a su cargo es una buena brújula moral con la que naveguen cuando les toque agarrar su propio rumbo.

Por eso, aunque me quita el aliento que se crean tan autosuficientes, me agrada que los enanos que caminan conmigo ahorita sepan que tienen la fuerza para ir solos. Espero que siempre quieran compartir un poco de su recorrido conmigo.

La Entrega

Acabo de escuchar una frase muy reveladora: «La modernidad me sobrepasa.» Yo crecí entre dos padres que, supongo, habrán tenido algún contacto físico, porque heme aquí, pero en quienes jamás vi un gesto cariñoso. Fui a un colegio completamente laico, con educación sexual franca. Es hasta hace poco en mi vida que tengo un acercamiento a la religión, por convicción propia y sin haber sido «indoctrinada» de pequeña. Mi idea de las relaciones sexuales ha evolucionado con el paso del tiempo: la marea hormonal que arrastra en la adolescencia, la rebeldía de género que hace sentir cierto poder, la expresión de intimidad última con quien he compartido genes… Ahora me toca formar en dos humanitos una idea de qué es el sexo, para qué sirve, cuándo es conveniente y, les soy muy sincera, estoy aterrada (ahuevada, pero no quería usar palabrotas).

Durante el sexo, el cuerpo libera una corriente arrasadora de hormonas que hacen que el cerebro cree una conexión inmediata con la otra persona. Existe un enamoramiento químico, ése que dicen que no es diferente a consumir cantidades navegables de chocolate. Eso explica por qué muchas veces nos quedamos en relaciones estúpidamente destructivas: nuestro cerebro ha cableado una necesidad de estar con esa persona.

Por el otro lado, vivimos en una época de liberalidad sexual que, si bien es muy sana en comparación a considerar el sexo como «malo», tampoco me satisface. Y esta perspectiva viene mucho de cómo quiero que mis hijos se desarrollen en ese sentido.

Hace poco volví a leer un libro complicado, en donde encontré una buena medida para plantear el asunto: si consideramos que el sexo es más que una junta de ombligos, si lo vemos como una entrega de uno mismo a otra persona (porque eso es lo que se hace, nunca somos tan vulnerables como cuando nos desnudamos), tenemos que considerar qué estamos entregando. Y allí está el punto. Si logro que mis hijos se quieran a sí mismos y se miren como algo extremadamente valioso, es más probable que no se quieran compartir con alguien a quien no consideren igual, ni para escoger amigos, ni mucho menos pareja.

Ésa, por lo menos, es la medida que aplico a mi vida y que me da orgullo cuando veo quién despierta conmigo. Sería muy triste tener que hacer un «coyote ugly» el resto de mis días.

El Peor Entre Buenos

Me da risa escuchar cosas como: «mejor tod@s se engordan, porque yo no adelgazo.» O: «para verse más bonita, hay que estar entre feas.» Dichos tan antiguos como: «en el país de ciegos, el tuerto es rey.» Sacar las mejores notas en clase es mucho más fácil si estamos rodeados de gente de inteligencia limitada.

Pero estar entre gente más gorda, más fea y menos inteligente no me hace a mí más bonita, con mejor cuerpo y mucho menos más inteligente. Las comparaciones son perversas, sólo dan un valor relativo. Y siempre hay gente que está peor que uno. Horrible tener que buscar estar entre personas a las que no se quiere imitar.

Prefiero ser la última entre excelentes. Me gusta sentirme retada por mi entorno. Mi valor intrínseco sube cuando estoy entre gente mejor que yo. Ser rey, pero tuerto, no te quita lo malo.

Me Quieres

Me quieres porque desafío tu mente con ideas mejores que las tuyas.

Me quieres porque no necesitas ponerme en un pedestal para admirarme.

Me quieres porque camino contigo y no te resto velocidad, te devuelvo el mismo paso.

Me quieres porque no soy un lienzo en blanco en dónde imprimirte, sino un dibujo completo qué explorar.

Me quieres porque sólo tienes que luchar para ser mejor tú, para ti y mi admiración llega por sí sola.

Me quieres porque no te necesito, pero prefiero estar contigo.

Me quieres por lo que soy, porque es lo mejor de mí que busca, espera y se ha ganado lo mejor de ti.

Me quieres así, porque yo a ti también.

Lo Común de lo Único

Cuando siento cosas que me parecen «raras», casi siempre pienso que soy a la única a la que le suceden. Luego me disparo una pregunta al aire, o sea, escribo un tuit y recibo varias respuestas de gente que dicen que les pasa lo mismo. «¿Será que sólo yo detesto tener los dedos de los pies mojados?» «¿Soy yo a la única que le cuesta recomendar música?» «¿Sólo yo miro mi reflejo en la vitrina antes que lo que está expuesto?» «¿A alguien más le duele el corazón cuando se siente feliz?»

La vida sólo se puede experimentar en uno. En ese sentido, todas las cosas que nos suceden son únicas, porque sólo nos pasan a nosotros. Pero resulta que las mismas vivencias se repiten en más de otra persona, quien las adapta a sí mismo. Las cosas son universales y específicas, comunes y únicas, objetivas y personales. A mí eso me hace sentir acompañada de una humanidad que tal vez puedo entender. Saber que comparto el mismo gusto musical con una persona a la que nunca he visto, me acerca automáticamente, por lo menos en ese plano. Tener una anécdota similar me hace sentir acompañada.

Los puntos en común nos aproximan y nos dan referencias que son fáciles de entender. Y, aunque nunca podemos perder de vista que por muy parecidas que sean nuestras historias, cada una es única, el hecho de sentirse identificado con alguien más amplía nuestro universo. No hay prejuicio que se sostenga cuando reconocemos un mismo sentimiento, idea, emoción, en la otra persona. ¿Cómo puedo menospreciar a alguien con el que comparto vida?

Aunque tuviera una gemela, jamás tendríamos el mismo camino recorrido. Eso me hace única. El hecho de encontrar gente que comparte algunas de mis experiencias me hace parte de la humanidad. Y saber que a muchas otras personas les disgusta tener mojada la punta de la nariz, me da la paz de saber que no soy (tan) rara.

El Alimento del Cerebro

Aunque me cueste, es muy evidente elegir un brócoli en vez de una papalina cuando me toca decidir con qué nutrir mi cuerpo. Y por lo mismo me parece extraño que uno piense más en qué se va a meter a la boca, que qué va salir de ella.

Generalmente se considera sólo lo que alimenta nuestra parte física, pero somos mucho más que cuerpos. Y todo lo que somos toma sustento de alguna parte, se lo demos conscientemente o no. Y eso también es lo que sacamos. Un cerebro anímico se nota con la primera frase. No creo que sea necesario estudiar física cuántica para tener algo interesante de qué hablar, pero tal vez sí vale la pena meterle al RAM algo más sustancial que chismes.

Mi cerebro da vueltas solo, supongo que le pasa lo mismo a todo el mundo. Y si no tiene algo importante en qué fijarse, termino obsesionada con cosas tan estúpidas como que me tengo que despintar las uñas. Desperdicio de espacio entre las orejas.

Intento encontrar los brócolis mentales para balancear la información chatarra que consumo. No siempre lo logro y termino atorándome de televisión tonta. Pero más de algo nutritivo se logra meter.

Prolongar el Placer

Tenemos muy pocos siglos de vivir como personas «civilizadas» que no tienen que salir a rifarse el pellejo para cazar y recolectar la poca comida que consigamos. Independientemente de si la agricultura fue mejor o peor para nuestra salud, todos esos milenios viendo tigres entre las sombras (aunque sólo fueran mariposas), le informaron a nuestros cerebros a esperar lo peor.

Luego vengo yo y estudio derecho. Ser abogado, esencialmente, es poder ejercitar la habilidad de imaginarse las peores consecuencias de una decisión. O sea, yo soy una pesimista profesional: un golpe en la cabeza inmediatamente puede ser una contusión cerebral, una llamada es para contarme malas noticias, los jeans seguro no me van a cerrar. Deformación profesional. No quiero ni preguntarle a un patólogo cómo mira el mundo.

Vivimos con la tendencia a enfocarnos en lo malo, en lo negativo, en el peor escenario y creemos que la gente que vive feliz y optimista no sólo está engañada, sino que es tonta. Y se nos olvida enfocarnos en las cosas lindas que nos rodean, incluídas las más banales. ¿Cómo es eso que un chiste deja de ser gracioso a la segunda contada? ¿Pero seguimos llorando por el novio que nos cortó cuando teníamos 15 años?

No se trata de enterrar la cabeza en la arena y no ver lo malo que hay en el mundo. Yo creo que la meta es prevenir las consecuencias (malas y buenas) de nuestros actos y de las circunstancias que nos rodean, pero enfocar nuestra energía en lo positivo, lo bueno, lo bonito. Desde el aroma de una tortilla recién hecha que esperamos comernos con sal, hasta una mirada que encierra amor y deseo y felicidad. Por eso trato de darme un par de segundos para sentir el sabor de la comida en mi boca, para fijarme en lo suave del pelo de mi gato, para grabarme en el alma el sonido de la risa de mis hijos, para disfrutar el peso de una mano conocida en mi espalda. Aunque luego le encuentre el pelo a la sopa.