Volverse viejo es creer que uno ya lo vivió todo. Que ya pasó por todas las emociones, que ya vio todos los atardeceres y que ya sintió todo el amor que puede. Como si cada día que se vive no fuera esencialmente distinto. Es más, como si uno mismo no fuera cada día diferente.
Leo bastante acerca de los nuevos descubrimientos neurobiológicos y cómo éstos ayudan a entender la forma en que pensamos. También es fascinante que se está determinando que las enseñanzas budistas se confirman en la ciencia moderna: no somos una sola persona, somos un conjunto de módulos que operan de forma distinta dependiendo de nuestro entorno y lo único que permanece constante es la consciencia que se da o no cuenta de lo que sucede. O sea, no somos los mismos siempre, nunca.
Yo no quiero volverme vieja. Yo quiero crecer, madurar. Quiero estar exquisitamente consciente que todo lo que sucede a mi alrededor y adentro mío es nuevo cada vez. Que cada emoción es distinta, aunque se parezca a otra. Que todas las personas que conozco cambian y son interesantes y valen la pena volver a conocer y a escuchar. Que la vida es interesante. Que yo misma puedo darme cuenta de cómo reacciono y mejorar un poco, aunque sea muy poco, cada vez. Yo no quiero ser vieja.