Uno que es necio

Me gusta decir que la diferencia entre la necedad y la perseverancia es el resultado. Pero debo admitir que, al principio, ambas parecen iguales. Porque todo lo que uno practica insistentemente requiere de un toque de esperanza ilusa: no importa cómo se mire ahorita, va a ir mejorando.

Tengo muy pocas habilidades físicas naturales. Cero coordinación ojo-pelota. Las pocas poses de yoga que me salen (a penas), son el fruto de horas de prueba y error. Así con el resto de cosas que me cuestan, incluidas las relaciones, porque me cuesta no meter la pata.

Tal vez más que esperanza, persistir requiere de falta de vergüenza. Se mira muy feo ahorita. No importa. Es mejor la mejora que la nada. Y allí va uno, que es necio, a querer ser persistente.

El descubrimiento parcial

Hoy me reí a escondidas por una tontera que pensé en doble sentido, pero que tenía al adolescente enfrente y no quise tener que explicarle. O, peor, saber que él lo entendió también.

Hay un proceso cuando uno cría niños como una danza de esas de los siete velos. Poco a poco se descubre uno a la par que ellos comienzan a entender y al final, espero, uno puede ponerse en un plano menos desigual. El premio de poner atención a mis hijos, para mí, va a ser vernos hablar como adultos. Con la posibilidad de compartir, no sólo educar. Los niños necesariamente van descubriendo a sus padres poco a poco, inclusive después que uno ya no está. Me pasa.

Habrá cosas que jamás compartamos, las necesarias, o inevitables. Pero lo demás, seguro tendremos más coincidencias.

La transmutación

Le debemos a la persecución de lo imposible, el logro de muchas cosas útiles. Buscar la piedra filosofal, el frasco que contenga lo incontenible, la transmutación de las sustancias, se descubrieron propiedades químicas casi más mágicas que lo que se pretendía. Hasta la destilación viene de la alquimia y, quién no se ha sentido inmortal después de tomar demasiado alcohol que haya pasado por ese proceso.

Tal vez no sea tan inútil querer lo fantástico. Nadie dedica su vida a lo meramente satisfactorio. O, mejor aún, la vida ordinaria contemplada como maravillosa nos eleva del aburrimiento de lo cotidiano y nos revela la magia detrás de lo familiar: no importa cuánto conozca uno lo que le rodea, siempre hay algo nuevo qué observar.

Como humanos, tenemos la capacidad de transformar el material más humilde en algo precioso. Aunque sólo sea para nosotros.

No es orden

Tengo pocas gavetas porque se convierten en agujeros negros que halan todo a su paso. Abrirlas es arriesgarse a ser chupado en el vórtex de gravedad y no salir de allí. Es inevitable. Tendemos a utilizar los espacios cerrados y oscuros para ocultar relajitos. Generalmente allí se aglomera todo y se pudre. Creemos que alguna vez vamos a reparar la pulsera rota, o buscarle par al arete. Que ese tornillo seguro sirve para algo y no estamos seguros de la edad de la batería.

Mis estantes no tienen puerta, prefiero no guardar cosas en cajas y, si pudiera, ni siquiera habría paredes en la parte de abajo de la casa. Que no es orden, es exposición. Me obligo a ver lo que hay, a que nada quede a oscuras, que sepa dónde está todo. Obvio mi casa, con dos hijos pequeños y un marido que cree que cualquier superficie debe ser aprovechada, no es precisamente un modelo para revista. Hay relajito. Pero al menos lo miro y trato de alocarle dueño.

Lo mío no es orden, es rechazo a hacerme la bestia. Aunque sí tengo una pequeña bodega.

No recuerdo tu nombre

Perdón, quisiera no ser así, pero no recuerdo nombres. Puedo decirte qué me contaste, si estabas triste, cuándo se murió tu primera mascota. Le voy a poner mucha atención a lo que me cuentes, con palabras y silencios. Te voy a escuchar atentamente. Y tal vez por eso olvide tu nombre. Porque no me lo vas a repetir.

Los nombres (la palabra abstracta que representa una cosa general en la mente), sirven para poner las cosas en categorías específicas. Son el título de la novela que vive la persona que lo lleva. También me olvido muy fácil de los títulos. No deja de ser un defecto muy feo. Porque nos identificamos íntimamente con algo que no escogimos y son muy pocas las personas que se lo cambian.

Conocer cómo se llama alguien es poder ejercer cierta capacidad de invocación. De hacerte saber que sé quién eres. Al menos lo externo. Supongo que debo aprender a recordar.

No hay gatos en esta foto

Ni se mete un hombre al río

en donde no deja estela

ni camina alguien sobre la hierba

sin doblar una hoja

no hay gatos en esta foto

no están disueltos en la sombra

ni tengo un corazón

que expulsa la sangre que me falta

no hay palabras en mi boca

que te retengan a mi lado.

El trámite es el pesado

Morir debería ser orgánico. O sea, lo es, pero alrededor hay un aparato de trámites que simulan los rituales antiguos y termina siendo casi imposible morirse sin permiso. Tal vez es la versión moderna de honrar a los antepasados.

A los que hemos pasado por los procesos de redactar esquelas, organizar velaciones y escoger cajas, nos acompaña una fatalidad práctica: por allí pasarán nuestros seres queridos. Yo quisiera ahorrárselos todo, pero que me voy a morir es inevitable y parece ser que la desinfección moderna de la muerte no ayuda al duelo. Hay que aprender a convivir con los muertos, con sus cosas, con sus recuerdos. En muchas culturas, ellos no dejan de ser parte de la familia sólo porque no están.

Cuando la muerte nos deja de sorprender, empezamos a encontrar una satisfacción más profunda de todo lo que vivimos. Se le quita el poder sobre nosotros y se regresa a su justa dimensión. Ojalá también pudiéramos quitar los trámites.

El arroz sabe a agua

Y los peruleros y güisquiles a tierra. Un elemento sostenido que podemos atrapar. O lo transformamos en todo el resto de cosas que les ponemos, nos cocinamos una vida y la mezclamos con recuerdos. Poco hay más que se pueda servir en concreto sobre un plato. Y nos comemos el sabor de la receta de la mamá, o la nueva que les pasamos a nuestros hijos.

Me gusta cocinar. Tal vez más que cualquier otra forma de meditación, preparar la comida es en donde me vuelco. Que les guste a los míos y estemos juntos. De allí sale todo lo bueno y se teje lo que a uno le toca de la tela de familia.

El arroz blanco hasta ahora me sale rico, sabe a agua, como nos gusta. Los peruleros y güisquiles ya no saben a tierra, y eso también nos gusta así.

Tan claro que puedo ver el fondo

A veces he nadado en el lago cuando está en su mejor momento y pareciera hecho de cristal. Se puede ver el fondo, aún en lo profundo y da la sensación de no existir el agua. O la daría si no fuera porque es tan fría que es difícil de ignorarla.

Así pasa con una idea que lo ayuda a uno a entender la existencia. Deja de existir, para sólo enseñar lo que queda debajo. Es un truco de magia, porque llegar a esa claridad requiere de muchísimo trabajo, o de al menos la apertura a limpiarlo todo y que sólo quede el medio sobre el cual se flota. Las ideas, las más esclarecedoras, carecen de color propio. Son el viento que bota la puerta, el agua que no se siente. Y no dejan de llevarlo a uno a un destino que siempre ha estado allí, simplemente uno no lo miraba antes.

El mundo existe de forma independiente que uno lo perciba en su realidad entera o no. Es más, no le importa que no lo veamos. Se deja maquillar por todo lo que le ponemos encima, entre creencias y certezas y pensamientos que nos sirven para guiarnos, mientras no estamos dispuestos a dejar ir todo y quedarnos suspendidos. Porque nadar en esa agua da un poco de frío y mucho de vértigo.